Un grupo de aficionados a esa especie de pólvora liquida que es el ron criollo compartíamos en un restaurante, y cuando surgió el tema de las mujeres, uno de los contertulios dejó oír su voz cargada de amargura.
- A mí me ha ido mal con esos pajaritos, pues la que no me ha pegado cuernos, me ha echado de su lado sin motivos valederos. Estoy convencido de que no hay mujer que sirva.
- ¿Incluyendo a tu madre y a tus hermanas?- preguntó un locutor que formaba parte del grupo.
- Incluyéndolas a ellas- respondió el aparente mujerófobo, con la cabeza agachada en gesto de derrota.
- Pues a pesar de mi condición de hombre de baja estatura, piel de negativo de fotografía, y cara de gorila entristecido, me ha ido bien con las féminas- replicó el hombre del micrófono.
Se produjo un silencio prolongado, y el autoproclamado tenorio retomó la palabra.
- Las mujeres solamente son peores que nosotros en lo relativo a sus congéneres, con las que mantienen una cerrada competencia por el favor del sexo opuesto. Si hubieras estudiado a esas adorables criaturas, usarías técnicas efectivas para que no te boten ni te coloquen cornúpetas adherencias en la frente.
El locutor tenía bien ganada reputación de conocedor de la psicología fémina, y un silencio respetuoso se apoderó de sus interlocutores, interrumpido por el timbre varonil de su voz.
- Cuando alguno de ustedes pretenda una hembra, y esta lo rechace, dígale un día que le gusta mucho una parienta o amiga de ella. Eso la enfermará de celos, porque como todas las mujeres rivalizan por los hombres, no permitirá que su congénere le inflija una derrota.
Para disfrutar de la admiración que provocaban sus palabras, hizo una estudiada pausa antes de continuar, para destapar la botella, echar parte del contenido en su vaso, y llevárselo a los labios lentamente.
- Una mujer recién divorciada, y por ende amargada, me llamaba diariamente por teléfono a la emisora para solicitarme que la complaciera con boleros alusivos a desengaños amorosos. Y como acostumbramos hacer los locutores le propuse un encuentro, y cuando este se produjo vi en su cara el desagrado que le causó mi persona. La cita duró menos que el cuarto de hora del conocido tango.
El psicólogo empírico fijó los ojos en cada uno de sus tercios, y finalizado el recorrido visual, continúo el relato.
- Meses después entré a un restaurante, y la vi sentada en una mesa con otra mujer, la cual me llamó para decirme que era mi admiradora, invitándome a sentarme con ellas. Como era de esperar, la del rechazo mostró unos celos injustificados, comenzó a manosearme las piernas, y al día siguiente iniciamos un romance. Todo gracias a la rivalidad que mantienen las mujeres por el amor de los hombres.
Esta vez fueron los aplausos los que rompieron el silencio.
Escrito por: MARIO EMILIO PEREZ
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