Me sorprendió saber que mi amigo estaba de divorcio, pues se había casado profundamente enamorado de su cónyuge.
Además, el matrimonio no llegaba a los tres años, y el hombre es de temperamento apacible y practicante de la casi extinguida monofaldia.
La curiosidad me picó de tal manera que fui a visitarlo en casa de sus padres, donde se había refugiado tras abandonar su hogar.
Sé que al igual que a muchos te ha chocado lo de mi divorcio, pero si seguía conviviendo con esa loca iba a parar en el manicomio- dijo, con la sonrisa amplia de aquellos que han superado una situación penosa.
Esta se convirtió en risita contenida cuando se dispuso a contar parte de lo que había vivido junto a una mujer joven, con más curvas en su cuerpo que en el repertorio de Pedro Martínez, y bello rostro de expresión sensual.
-Es cierto que estoy a punto de perder a un hembrón, a una gallinota, pero ya estoy disfrutando de la paz que había perdido lidiando con una mujer negativa, incapaz de encontrar nada bueno en mi persona ni en mis actuaciones.
Era notorio que se hallaba en un buen momento, y las palabras surgían de sus labios con rapidez equiparable a las de los predicadores del Evangelio.
-Si me bañaba sólo una vez decía que los hombres jóvenes debían hacerlo por lo menos dos veces por día; pero cuando me metía bajo la ducha más de una vez comenzaba a pelear acusándome de que era para lucirle a alguna bandida con la que sostenía un romance. Si sospechaba de una de mis amigas a quien no conocía, y al verla comprobaba que era fea, me acusaba de querer sustituirla por una cutáfara; pero si reparaba en que aquella con quien me celaba lucía atractiva, entonces llegaba a la conclusión de que sus celos estaban justificados.
Nunca había visto a nadie beber un vaso con agua con tanto gusto como el que vació mi amigo para después lanzar un prolongado suspiro cargado de contentura.
-Cuando me largaba mis tragos decía que iba derechito hacia el alcoholismo, pero al decidir pasar un mes lejos de las libaciones etílicas, gritaba que me estaba convirtiendo en un hombre acuoso, que equivale a calificarme de insípido, incoloro e inodoro; esas cosas me llevaron a cogerle tanta animadversión que le cambié el nombre, y ya no puedo llamarla de otra forma. Esa fue la tapa del pomo de nuestras diferencias, y como no tuvimos hijos, después que el divorcio se publique no tengo que ver jamás a doña Locuémbila.
- ¿-A quién?- pregunté extrañado, pues sabía que la esposa de mi amigo se llamaba Lucrecia.
-Usted oyó bien porque no es sordo, y sabe que estoy hablando de doña Locuémbila, ¿o acaso conoces otra tan merecedora de ese nombre?
Al despedirme pensé que, al igual que su esposa, mi amigo “estaba de siquiatra.
Escrito por: MARIO EMILIO PEREZ
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