Debido a que soy un autor medianamente conocido, no tengo que costear las ediciones de mis numerosas obras.
Un contrato de palabra con Nelson Soto, propietario de la impresora Soto Castillo, me otorga un veinte por ciento de los ejemplares que lanzamos al reducido mercado librero criollo.
De estos libros regalo una gran cantidad a parientes, amigos y relacionados, hasta el grado de que en una ocasión mi hermano afectivo Freddy Beras Goico, en uno de sus programas me aplicó un boche por esa causa.
El polifacético y genial artista señaló certeramente que yo no poseía la suficiente fortaleza aurífera para darme esos lujos.
Uno de los pies de amigo que tenemos los escritores son las instituciones públicas y privadas que compran ejemplares de nuestras obras.
Con esa finalidad escribí una carta a mi viejo amigo el doctor Euclides Gutierrez Félix, Superintendente de Seguros, y fui a llevarla al confortable edificio que alberga esa entidad.
Al llegar, una de las dos jóvenes recepcionistas me preguntó si quería entregarla en el despacho del doctor Gutierrez Félix, o en el departamento de correspondencia.
Elegí la segunda opción, y con el carnet de visitante adherido en la chacabana de adulto pasado meridiano, me dirigí hacia la oficina correspondiente.
La carta estaba dentro de un sobre manila, junto a un ejemplar de mi novela El honorable, obra que ofrecía en venta a la superintendencia.
Eran aproximadamente las tres y veinte minutos de la tarde, hora en que la casi totalidad del personal ha concluido su labor, y al entrar en el cubículo vi que no había nadie adentro.
Una empleada, ostensiblemente de otro departamento, hizo su entrada, me reconoció, y accedió a recibir el sobre, y a firmar una copia de la carta.
Se disponía a hacerlo cuando ví en la puerta, alerta y desconfiada la expresión de sus rostros, a dos militares y un policía. Parece que se había corrido la voz de que un desconocido andaba rondando por los pasillos, y los encargados de la seguridad decidieron actuar con presteza.
Afortunadamente llegó doña Elizabeth, la afable y cortés secretaria del superintendente, quien tomó el sobre después de saludarme, lo que motivó que los uniformados abandonaran su actitud recelosa.
No obstante, permanecieron erguidos en el mismo lugar, siguiéndome con sus miradas mientras me dirigía hacia la puerta de salida.
En situaciones como la descrita parece que no tienen ningún peso la respetabilidad plasmada en la orfandad pilosa de la superficie craneana, léase calvicie, ni las gafas de obrero del pensamiento, ni la chacabana que se resisten a usar los viejevos.Además, debido a que realizo largas caminatas, y como con moderación, no porto la característica barrigota de la mayoría de los ancianos honorables.
Tal vez hubiera servido de algo que los militares y el policía reconocieran al veterano productor de programa televisivo de entrevistas.
Pero de acuerdo a la teoría de un amigo con pesada carga de almanaque en sus espaldas, los viejos borran, y son borrados.
Escrito por: MARIO EMILIO PEREZ
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