Una noche tenía que trasladarme en taxi hasta mi casa debido a que mi vehículo estaba en reparación en un taller, y llamé a una empresa que ofrece el servicio.
Es harto conocido que si se llama a una compañía de taxis, la comunicación casi siempre se cierra con estas palabras de uno de sus empleados:
-Unidad tal, vehículo de tal color, tres minutos.
Pero como entre las virtudes del criollo no figura la puntualidad, la llegada del taxi tarda el doble de ese tiempo, en el mejor de los casos.
Por eso cuando alguien le promete a un interlocutor telefónico que llegará donde él está en diez minutos, puede escuchar esta interrogante:
- ¿Diez minutos de verdad, o de taxista?
En mi caso dijeron que la unidad llegaría en tres minutos, los que se convirtieron en un cuarto de hora.
El conductor del automóvil era un hombre de esquelética delgadez, y como se dice a nivel popular, tenía los huesos llenos de palabras.
Y cuando le señalé la ruta que debía seguir para llegar más rápidamente, el chofer lanzó una estruendosa carcajada.
-Don Mario, usted sabe de periodismo y de literatura, pero en materia de conocimiento de las calles de esta ciudad, la tranca soy yo- dijo, con la cara vuelta hacia el asiento trasero, desde donde reparé en sus ojos enormes, de expresión aloqueteada.
-Estoy de acuerdo- respondí- pero sucede que esta ruta la tomo casi todos los días, algo que seguramente no hace usted.
- Cuando lleguemos, comprobará que recorrí la distancia en la mitad del tiempo que usted emplea.
Volvió nuevamente el rostro hacia mí, por lo cual le señalé que era peligroso desviar la mirada del camino por el cual se conduce un vehículo.
-Hasta con los ojos vendados puedo llegar a la dirección que me ordenó- afirmó, y de inmediato sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de sus pantalones.
Mi corazón se aceleró, porque creí que iba a cubrir con la tela sus cilibines oculares.
Afortunadamente, lo que hizo fue secar la sudoración que cubría su rostro, y mi susto duró poco.
Comenzó a caer tremendo aguacerazo, y al dificultarse mi visión pregunté al conductor si faltaba mucho para llegar a nuestro destino.
-Tranquilo, caballerísimo; no sabía que llevaba prisa, porque no me lo dijo, pero eso se resuelve fácil.
A sus palabras siguió un aumento en la velocidad del automóvil, y un retorno de las carcajadas, que luego dieron paso en sus labios a una movida canción de moda.
No me atreví a pedirle que disminuyera la aceleración, pensando que seguramente haría lo contrario.
Al finalizar el viaje, y mientras sacaba de la cartera el dinero para pagarle, el taxista me entregó una tarjeta.
-Aquí están los datos de uno de los mejores chóferes, no sólo de este país, sino de la región del Caribe- dijo sonriendo, mientras erguía la cabeza en gesto de autosuficiencia.
Bajé del vehículo, la despedida del conductor fue otra carcajada, y conservo la tarjeta, pero para evitar llamar de nuevo a la empresa contra la cual labora el semiloco.
Escrito por: MARIO EMILIO PEREZ
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