Escrito por: Rafael Molina Morillo
( r.molina@codetel.net.do)
La curiosidad es la madre de todos los conocimientos, dice un viejo adagio. Y sobran ejemplos de que ello es verdad. Ahí están, si no, los casos de Newton cuya curiosidad por saber por qué la manzana caía de la mata al suelo le llevó a descubrir la ley de la gravedad, y el caso de Arquímedes, que al meterse en su bañera y derramar el agua descubrió, por curioso, que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio a la vez. Edison, Copérnico, Colón, Fleming… y tantos otros, fueron personajes a quienes la curiosidad no los dejaba vivir y por eso desentrañaron tantos misterios e inventaron tantas cosas útiles para la humanidad.
Estos pensamientos me hacen recordar la historia de un señor que fue al parque un día en compañía de su hijito. Después de un largo silencio, el muchacho sintió un repentino ataque de curiosidad por todo lo que le pasaba por la mente.
“Papá –preguntó-, ¿por qué flotan los barcos en el agua?”
El papá pensó por un buen rato, al final del cual replicó: “Realmente, hijo, no lo sé”.
El jovenzuelo volvió a su contemplación y poco después atacó de nuevo: “¿Cómo respiran los peces debajo del agua?”
Nuevamente el papá contestó: “Realmente, no lo sé, hijo”.
Poquito después vuelve el niño: “¿Por qué el cielo es azul?”
Otra vez la misma respuesta: “Realmente, no lo sé”.
Pensando que talvez estaba molestando a su padre, el muchacho dijo: “Papá, ¿no te importa que te haga tantas preguntas?”
“Desde luego que no –fue la rápida respuesta-; si no hicieras preguntas, nunca aprenderías nada”.
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