La gallina y el huevo |
Son dos cosas por cuya existencia la humanidad debería guardar eterna gratitud a la naturaleza. La gallina, y muy especialmente su joven familia, los pollos, es una de las fuentes de proteínas animales más populares del planeta. Hay gallinas en todas partes, y no tienen problemas religiosos, que se sepa, con nadie.
Parece que las gallinas son originarias de Bengala, al noreste de la India. De allí se expandieron por todo el sureste asiático y China, al tiempo que iniciaban su viaje a Occidente; así llegaron a la poderosa Persia de Ciro y Jerjes, de donde acabaron pasando a la Grecia de Aristóteles, y de ahí al resto de Europa.
Mucho después, los árabes las extendieron por África y, más tarde aún, los españoles les hicieron cruzar el Atlántico. Hoy hay gallinas en todo el mundo… y, como es lógico, pollos.
Y más “derivados”, claro. El gallo, animal a veces considerado decorativo, a veces de pelea, siempre apropiadísimo para un buen arroz; el capón, ese pollo castrado y cebado, de carnes grasas y suculentas; la pularda, versión femenina, y corregida y aumentada en cuanto a exquisitez, del capón… Sí, también el pollo de cría intensiva, pero ni ustedes ni yo comemos de eso: el pollo, en nuestra mesa, ha de ser de corral.
Qué decir del huevo… Se achaca a la gallina el que, para un huevo que pone cada vez, lo cacarea al mundo; así es, pero es que un huevo de gallina es una obra de arte, que encierra una salsa jamás igualada por el mejor de los cocineros: la yema.
En realidad, deberíamos considerar al huevo compuesto de tres partes: dos de protección, que serían la cáscara y la clara, y una no ya comestible, sino una joya, que es la yema: la mejor salsa del mundo, la usemos como base de preparaciones saladas o dulces.
Por eso me fastidian tanto los huevos duros, que solo me hacen gracia en la escena del camarote de los hermanos Marx en “Una noche en la ópera”: convertir esa textura semilíquida en un granulado seco que se pega a las paredes de la garganta… Vaya negocio.
Gallos, gallinas, pollos, capones y pulardas han inspirado miles de recetas, tanto en la cocina popular, caso del delicioso “coq au vin” (gallo al vino) de los franceses o la gallina en pepitoria española, como en la más alta gastronomía: pensemos en una galantina de gallina, en una pularda “demi-deuil” (medio luto) con rodajas de trufa insertadas generosamente bajo su piel… Si hasta un sandwich de pechuga de pollo, con dos cositas más, es una cosa muy rica.
Gallina y huevos. Lo que es menos frecuente es presentar ambas cosas en el mismo plato. A veces, en la antes citada gallina en pepitoria, en el caso de que la gallina tenga huevos a medio hacer en su interior, se solían servir esos huevos, de tamaño creciente, con la gallina y su salsa. Y hay una receta napoleónica, o sea, de Dunand, que era el cocinero de Napoleón, que sirve en el mismo plato pollo y huevos fritos, entre otras cosas: es el pollo llamado “a la Marengo” en memoria de la victoria de Bonaparte, entonces Primer Cónsul, sobre los austríacos en la batalla de ese nombre.
Lo que está claro es que la gallina es un regalo de los dioses bengalíes al hombre, y el huevo un regalo de la propia gallina. Sin embargo, la respuesta probablemente correcta a la pregunta del principio es… el huevo, si son ustedes evolucionistas; si son creacionistas, será la gallina.
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