El mandatario celebró con champagne haber logrado superar un momento difícil, cuando enfermo regresó al país y se reunió con Trujillo
Escrito por: Chichi De Jesús Reyes
(Chichidejesus46@hotmail.com)
Presionado por la situación política y económica del país, Horacio Vásquez abandonó el hospital donde estaba recluido en Baltimore, Estados Unidos, y regresó el 6 de enero de 1930, lo que provocó inusitados movimientos en las áreas de poder, especialmente entre los militares.
De inmediato, el presidente convocó una serie de reuniones y encuentros con sus colaboradores más cercanos y 24 horas después, en la noche del día 7, llamó a la mansión presidencial al jefe del Ejército, el general Rafael L. Trujillo.
Presentes en la convocatoria, la primera dama, doña Trina Moya de Vásquez; el vicepresidente José D. Alfonseca; el licenciado Angel Morales, ministro en Washington, Martín de Moya y el general Ricardo Limardo.
En respuesta a insinuaciones de Horacio sobre extraños movimientos que se estaban produciendo en los cuarteles, y muy especialmente en la fortaleza San Luis, de Santiago, Trujillo juró al Presidente que no lo traicionaría jamás. Y mostrando un melodrama ante los presentes expresó:
“Estas presillas (las manos) jamás se mancharán con el deshonor; yo soy quien soy por usted, todo se lo debo a usted”, al tiempo que se arrodillaba a los pies del gobernante.
Días después, hubo en la misma mansión presidencial otra reunión, mucho más activa y beligerante que la anterior, donde habría de dirimirse definitivamente el asunto de la alegada deslealtad de Trujillo hacia el Jefe del Estado. A Horacio le habían llegado informaciones fidedignas sobe las acciones conspirativas de Trujillo, pero ninguna ofrecía detalles categóricos, conforme afirmaba el propio Presidente.
Ante las insistentes advertencias sobre los movimientos subversivos del futuro dictador, Horacio convocó a un íntimo amigo de Trujillo, quien necesariamente debía estar al tanto de las actividades de éste, para enterarse hasta qué punto era posible asentir en la acusación de deslealtad que se le hacía. Cuando Horacio le inquirió sobre el particular, el amigo no quiso arriesgarse y todo lo que le contestó al Presidente estuvo centrado en estas breves palabras:
“Don Horacio, yo no sé lo que hubiera pasado si usted hubiera muerto”.
En la primera reunión del seis de enero, el Presidente, aplicando el acostumbrado expediente de confrontar a los funcionarios entre sí, reveló lo que deseaba de los presentes: Alfonseca y Trujillo expondrían cada uno su caso; se acusarían mutuamente sin que tuvieran que hacerlo y se defenderían, al mismo tiempo, de los ataques contrarios. Morales y Moya escuchaban las exposiciones, y el primero tenía la encomienda de comunicar al Presidente el resultado del careo entre los dos hombres del poder.
En el encuentro de Morales y Moya con Alfonseca y Trujillo no ocurrió nada extraordinario; todo se limitó a palabras huecas, vertidas sin seguridad ni aplomo, fueron generalidades vagas y sin sabor.
No hubo acusaciones directas de deslealtad ni se mencionaron las actividades subversivas del general Trujillo. El vice, que era la persona más autorizada para desenmascarar a Trujillo… no lo hizo. Le faltó valor y entereza. “Cantó como gallo y puso como gallina”, se comentó. El jefe del Ejército, en cambio, habló poco y en ningún momento ofendió a su contrario principal, Alfonseca.
El futuro dictador descendió precipitadamente hasta la primera planta de la mansión, donde extenuado y enfermo de cuerpo y alma se encontraba el Presidente, a quien reiteró “sus sentimientos de lealtad”.
Horacio, no obstante la difícil situación en que se encontraba él y el país, estaba eufórico y celebró el resultado de la reunión como si hubiese sido un triunfo suyo. El júbilo llegó a tal extremo que el enfermo gobernante ordenó descorchar una botella de champaña, y aún en contra de las recomendaciones de los médicos, apuró una copa para celebrar el “feliz acontecimiento”.
Horas después, el idilio y la identidad de Horacio con Trujillo tuvo repercusiones trascendentales, ya que el general Alfredo Ricart renunció a la secretaría de Defensa Nacional, antes de tener que presentarse a papeles denigrantes, admitiendo que “Con Trujillo no se puede”.
Tratando de resolver la crisis del Ministerio de Defensa Nacional, el Presidente le ofreció la cartera al propio general Trujillo, quien declinó “esta distinción y grato honor”. El jefe del Ejército ya tenía armado sus planes. Solo aguardaba el grito definitivo, que se produjo en la madrugada del 23 de febrero de 1930.
Escrito por: Chichi De Jesús Reyes
(Chichidejesus46@hotmail.com)
Presionado por la situación política y económica del país, Horacio Vásquez abandonó el hospital donde estaba recluido en Baltimore, Estados Unidos, y regresó el 6 de enero de 1930, lo que provocó inusitados movimientos en las áreas de poder, especialmente entre los militares.
De inmediato, el presidente convocó una serie de reuniones y encuentros con sus colaboradores más cercanos y 24 horas después, en la noche del día 7, llamó a la mansión presidencial al jefe del Ejército, el general Rafael L. Trujillo.
Rafael Leonidas Trujillo |
En respuesta a insinuaciones de Horacio sobre extraños movimientos que se estaban produciendo en los cuarteles, y muy especialmente en la fortaleza San Luis, de Santiago, Trujillo juró al Presidente que no lo traicionaría jamás. Y mostrando un melodrama ante los presentes expresó:
“Estas presillas (las manos) jamás se mancharán con el deshonor; yo soy quien soy por usted, todo se lo debo a usted”, al tiempo que se arrodillaba a los pies del gobernante.
Días después, hubo en la misma mansión presidencial otra reunión, mucho más activa y beligerante que la anterior, donde habría de dirimirse definitivamente el asunto de la alegada deslealtad de Trujillo hacia el Jefe del Estado. A Horacio le habían llegado informaciones fidedignas sobe las acciones conspirativas de Trujillo, pero ninguna ofrecía detalles categóricos, conforme afirmaba el propio Presidente.
Ante las insistentes advertencias sobre los movimientos subversivos del futuro dictador, Horacio convocó a un íntimo amigo de Trujillo, quien necesariamente debía estar al tanto de las actividades de éste, para enterarse hasta qué punto era posible asentir en la acusación de deslealtad que se le hacía. Cuando Horacio le inquirió sobre el particular, el amigo no quiso arriesgarse y todo lo que le contestó al Presidente estuvo centrado en estas breves palabras:
“Don Horacio, yo no sé lo que hubiera pasado si usted hubiera muerto”.
Horacio Vásquez |
En el encuentro de Morales y Moya con Alfonseca y Trujillo no ocurrió nada extraordinario; todo se limitó a palabras huecas, vertidas sin seguridad ni aplomo, fueron generalidades vagas y sin sabor.
No hubo acusaciones directas de deslealtad ni se mencionaron las actividades subversivas del general Trujillo. El vice, que era la persona más autorizada para desenmascarar a Trujillo… no lo hizo. Le faltó valor y entereza. “Cantó como gallo y puso como gallina”, se comentó. El jefe del Ejército, en cambio, habló poco y en ningún momento ofendió a su contrario principal, Alfonseca.
El futuro dictador descendió precipitadamente hasta la primera planta de la mansión, donde extenuado y enfermo de cuerpo y alma se encontraba el Presidente, a quien reiteró “sus sentimientos de lealtad”.
Horacio, no obstante la difícil situación en que se encontraba él y el país, estaba eufórico y celebró el resultado de la reunión como si hubiese sido un triunfo suyo. El júbilo llegó a tal extremo que el enfermo gobernante ordenó descorchar una botella de champaña, y aún en contra de las recomendaciones de los médicos, apuró una copa para celebrar el “feliz acontecimiento”.
Horas después, el idilio y la identidad de Horacio con Trujillo tuvo repercusiones trascendentales, ya que el general Alfredo Ricart renunció a la secretaría de Defensa Nacional, antes de tener que presentarse a papeles denigrantes, admitiendo que “Con Trujillo no se puede”.
Tratando de resolver la crisis del Ministerio de Defensa Nacional, el Presidente le ofreció la cartera al propio general Trujillo, quien declinó “esta distinción y grato honor”. El jefe del Ejército ya tenía armado sus planes. Solo aguardaba el grito definitivo, que se produjo en la madrugada del 23 de febrero de 1930.
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