Escrito Por Gabriela Read
En una tienda en el corazón de la avenida Duarte, Aisha Collado despacha a clientes que van por aparatos de celular. Un rostro adornado por ojos oscuros y unas manos pálidas son los únicos rasgos que deja ver a los compradores, pues lleva puesta la hiyab, o velo islámico, un amplio pañuelo que cubre su cuello y su cabello, así como un traje que le cubre los brazos y disimula las curvas de su cuerpo.
La forma en que va vestida a menudo le depara comentarios que asume con buen humor, pero que en su momento le impidieron ser contratada para un trabajo. Sin embargo, también la ampara contra las miradas de los hombres, y eso la hace sentir segura. Hace cuatro años, cuando su nombre era Isabel, y era tímida y cristiana, descubrió la religión musulmana a través del Internet y ella misma se encaminó hacia la mezquita, aquí en Santo Domingo.
Allí en la mezquita, el cristal ahumado de la pared en forma de arco que divide el salón se encuentra un poco rasgado, pero nadie se asoma a ver hacia el otro lado, donde rezan los hombres. No hay ningún misterio en la sala de oraciones, tal como lo había advertido el imán (el hombre que dirige la oración) unos días antes. “El Islam es una cosa muy simple, no tiene complicaciones”, dijo.
En el suelo alfombrado, unas quince mujeres, ataviadas con la hiyab, escuchan el sermón del imán Hamdi Mahmoud, un discurso que se alterna entre el árabe y el español y que en esta ocasión habla sobre los pilares del Islam. Terminada la oración, algunas de ellas se acercan a la extraña que visita por primera vez su mezquita, a manera de bienvenida, y voluntariamente, entre risas y bromas, ofrecen información sobre su fe.
“Somos un centro multicultural”, señalan. En efecto, el lugar que reúne a los musulmanes en República Dominicana recibe personas de distintas nacionalidades, pero en su mayoría se trata de paquistaníes y árabes. Según el informe International Religious Freedom Report 2011, realizado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, se trata de 800, incluyendo a estudiantes extranjeros. De éstos, entre un 10 y 15% podrían ser dominicanos, según explica el imán Mahmoud, un egipcio que vino hace ocho meses a dirigir la mezquita.
El velo islámico hace que toda mujer musulmana sea reconocida como tal en la calle, y en ese sentido, asumir la religión implica que deban acostumbrarse a los comentarios del tipo “¿es que no te da calor?” o que se les mire con miedo y se les señale de “terroristas”. O a ser rechazadas en los trabajos, como en el caso de Aisha, que en actualidad labora para jefes musulmanes.
Sin embargo, son circunstancias que están dispuestas a asumir, en virtud de su fe. “No sabes cómo me ha cambiado la vida la hiyab”, expresa, no sin cierta coquetería Safa, una dominicana convertida al Islam. Habla de su piel y su cabello, ahora protegidos permanentemente del sol. Al mismo tiempo, es algo que aprovechan, siempre que se pueda, para proporcionar más información. “La gente es curiosa y me pregunta.
Yo aprovecho para contarles”, dice Brenda Sánchez, una estudiante de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
El velo, a menudo identificado en occidente como señal de opresión hacia las mujeres, no es obligatorio, explica Francisca, una dominicana que adoptó la religión al casarse con un paquistaní. En su caso, dice que no ha sentido el deseo de llevarlo y sólo lo usa cuando asiste a la mezquita, donde sí es una norma.
Pero más allá de la ropa, las musulmanas deben luchar contra otros prejuicios en torno a su modo de vida, entre ellos, el papel de la mujer en la cultura islámica.
Cuando el esposo de Nour Elhouda toca la ventana del salón de las mujeres en la mezquita, esta marroquí se apura en recoger sus cosas y en dar por concluida la entrevista. “Ya sabes, sino mi esposo me cae a palos”, dice, muy seria… Y a continuación se echa a reír a carcajadas. “Esa es otra de las cosas que la gente cree de nosotras, que nos maltratan en la casa. No vayas a ponerlo”, dice, preocupada porque la broma sea mal entendida.
“¿No va a preguntarme por la poligamia?”, pregunta Kamran Alikhan, el esposo de Francisca. Los musulmanes sólo pueden practicarla en aquellos países que así lo permiten. Pero para hacerlo, deben contar con el consentimiento de la primera esposa, y a medida que vaya teniendo otras compañeras, debe contar con el permiso de todas ellas a la vez; además de tenerlas bajo las mismas condiciones económicas y sentimentales. “Mi padre solo tuvo una esposa, y mi abuelo, y también el padre de mi abuelo. Es difícil tener más de una esposa”, explica el paquistaní.
Para ninguna de las mujeres entrevistadas la conversión al Islam supuso traumas familiares, pues éste asume muchos preceptos cristianos, entre ellos, la aceptación de Jesús como un profeta. La crianza de sus hijos, sin embargo, supone la adopción de modelos más estrictos, en los que la televisión, por ejemplo, les está controlada.
Preocupadas por la visión “errada” que pueda tenerse sobre la mujer en el Islam, todas se apresuran en ir desmontando algunas ideas que se manejan popularmente sobre ellas. Aisha, por ejemplo, busca un folleto sobre el tema en el que se compara la situación de desventaja que tiene la mujer en la tradición judeocristiana, frente a la tradición islámica. Acostumbra a regalar este tipo de materiales a la gente que le hace comentarios negativos. “Les gusta tanto que luego me dicen que si no tengo más”, expresa. Su gran ilusión es ir este año a la Meca, un viaje que forma parte de los seis pilares del Islam. Si le otorgan el visado, podrá realizar el sueño de todo musulmán converso.
En una tienda en el corazón de la avenida Duarte, Aisha Collado despacha a clientes que van por aparatos de celular. Un rostro adornado por ojos oscuros y unas manos pálidas son los únicos rasgos que deja ver a los compradores, pues lleva puesta la hiyab, o velo islámico, un amplio pañuelo que cubre su cuello y su cabello, así como un traje que le cubre los brazos y disimula las curvas de su cuerpo.
La forma en que va vestida a menudo le depara comentarios que asume con buen humor, pero que en su momento le impidieron ser contratada para un trabajo. Sin embargo, también la ampara contra las miradas de los hombres, y eso la hace sentir segura. Hace cuatro años, cuando su nombre era Isabel, y era tímida y cristiana, descubrió la religión musulmana a través del Internet y ella misma se encaminó hacia la mezquita, aquí en Santo Domingo.
Allí en la mezquita, el cristal ahumado de la pared en forma de arco que divide el salón se encuentra un poco rasgado, pero nadie se asoma a ver hacia el otro lado, donde rezan los hombres. No hay ningún misterio en la sala de oraciones, tal como lo había advertido el imán (el hombre que dirige la oración) unos días antes. “El Islam es una cosa muy simple, no tiene complicaciones”, dijo.
En el suelo alfombrado, unas quince mujeres, ataviadas con la hiyab, escuchan el sermón del imán Hamdi Mahmoud, un discurso que se alterna entre el árabe y el español y que en esta ocasión habla sobre los pilares del Islam. Terminada la oración, algunas de ellas se acercan a la extraña que visita por primera vez su mezquita, a manera de bienvenida, y voluntariamente, entre risas y bromas, ofrecen información sobre su fe.
“Somos un centro multicultural”, señalan. En efecto, el lugar que reúne a los musulmanes en República Dominicana recibe personas de distintas nacionalidades, pero en su mayoría se trata de paquistaníes y árabes. Según el informe International Religious Freedom Report 2011, realizado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos, se trata de 800, incluyendo a estudiantes extranjeros. De éstos, entre un 10 y 15% podrían ser dominicanos, según explica el imán Mahmoud, un egipcio que vino hace ocho meses a dirigir la mezquita.
El velo islámico hace que toda mujer musulmana sea reconocida como tal en la calle, y en ese sentido, asumir la religión implica que deban acostumbrarse a los comentarios del tipo “¿es que no te da calor?” o que se les mire con miedo y se les señale de “terroristas”. O a ser rechazadas en los trabajos, como en el caso de Aisha, que en actualidad labora para jefes musulmanes.
Sin embargo, son circunstancias que están dispuestas a asumir, en virtud de su fe. “No sabes cómo me ha cambiado la vida la hiyab”, expresa, no sin cierta coquetería Safa, una dominicana convertida al Islam. Habla de su piel y su cabello, ahora protegidos permanentemente del sol. Al mismo tiempo, es algo que aprovechan, siempre que se pueda, para proporcionar más información. “La gente es curiosa y me pregunta.
Yo aprovecho para contarles”, dice Brenda Sánchez, una estudiante de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
El velo, a menudo identificado en occidente como señal de opresión hacia las mujeres, no es obligatorio, explica Francisca, una dominicana que adoptó la religión al casarse con un paquistaní. En su caso, dice que no ha sentido el deseo de llevarlo y sólo lo usa cuando asiste a la mezquita, donde sí es una norma.
Pero más allá de la ropa, las musulmanas deben luchar contra otros prejuicios en torno a su modo de vida, entre ellos, el papel de la mujer en la cultura islámica.
Cuando el esposo de Nour Elhouda toca la ventana del salón de las mujeres en la mezquita, esta marroquí se apura en recoger sus cosas y en dar por concluida la entrevista. “Ya sabes, sino mi esposo me cae a palos”, dice, muy seria… Y a continuación se echa a reír a carcajadas. “Esa es otra de las cosas que la gente cree de nosotras, que nos maltratan en la casa. No vayas a ponerlo”, dice, preocupada porque la broma sea mal entendida.
“¿No va a preguntarme por la poligamia?”, pregunta Kamran Alikhan, el esposo de Francisca. Los musulmanes sólo pueden practicarla en aquellos países que así lo permiten. Pero para hacerlo, deben contar con el consentimiento de la primera esposa, y a medida que vaya teniendo otras compañeras, debe contar con el permiso de todas ellas a la vez; además de tenerlas bajo las mismas condiciones económicas y sentimentales. “Mi padre solo tuvo una esposa, y mi abuelo, y también el padre de mi abuelo. Es difícil tener más de una esposa”, explica el paquistaní.
Para ninguna de las mujeres entrevistadas la conversión al Islam supuso traumas familiares, pues éste asume muchos preceptos cristianos, entre ellos, la aceptación de Jesús como un profeta. La crianza de sus hijos, sin embargo, supone la adopción de modelos más estrictos, en los que la televisión, por ejemplo, les está controlada.
Preocupadas por la visión “errada” que pueda tenerse sobre la mujer en el Islam, todas se apresuran en ir desmontando algunas ideas que se manejan popularmente sobre ellas. Aisha, por ejemplo, busca un folleto sobre el tema en el que se compara la situación de desventaja que tiene la mujer en la tradición judeocristiana, frente a la tradición islámica. Acostumbra a regalar este tipo de materiales a la gente que le hace comentarios negativos. “Les gusta tanto que luego me dicen que si no tengo más”, expresa. Su gran ilusión es ir este año a la Meca, un viaje que forma parte de los seis pilares del Islam. Si le otorgan el visado, podrá realizar el sueño de todo musulmán converso.
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