Por Felipe Auffant Najri
El primer día de clases el catedrático se sentó en un extremo de una mesa rectangular, de frente a un enorme ventanal de cristales. Luego que los diez estudiantes nos sentáramos, nos explicó que el seminario de ética del Departamento de Filosofía consistía en leernos a profundidad obras de Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Nietzsche, Simone de Beauvoir ,etc. A partir de ese momento, el profesor entraba, saludaba y se ponía sus lentes para leer algún texto para formular preguntas, cada una más intricada que la otra.
Es que aquel profesor era un socrático que buscaba analizar las ideas formulando preguntas; que buscaba demostrar la insuficiencia de una respuesta, formulando una nueva pregunta que evidenciaba dicha debilidad. Las preguntas se sucedían metódicamente alrededor de la mesa, sin el profesor vernos la cara, pues mantenía su mirada fija en un frondoso árbol, cuyas hojas se veían a través de los cristales del ventanal.
Dichas hojas se tornaron amarillas, púrpuras y anaranjadas, con la llegada del otoño; para luego desaparecer, con la llegada del invierno; para retoñar y reverdecer, según la primavera avanzaba. Y durante todo ese tiempo, aquel profesor mantuvo sus implacables andanadas de preguntas.
Entrada la primavera respondíamos mas frecuentemente de manera lúcida. Cuando esto ocurría el profesor guardaba silencio para agregar, “vinieron hoy con una mente afilada”.
Es que aquel profesor afiló la mente de todos los que le acompañamos en su búsqueda de repuestas...
Ese interminable preguntar nos enseñó a respetar el valor intrínseco de las ideas; nos enseñó a analizar con rigor las ideas planteadas, independientemente de la persona que la formulara, para intentar aproximarnos, en un esfuerzo colectivo, a la raíz o la verdad de las cosas; y nos ayudó a madurar.
Los dominicanos usualmente conversamos de cosas y de personas. Las cosas, es decir, aquello que poseemos o que deseamos poseer, no dejan de ser importantes, pero de ninguna manera pueden ser el centro absoluto de nuestra atención e interés. Una sociedad anda muy mal, si las personas de un palpable nivel intelectual solamente hablan de cosas, pues conduce a una cultura de admiración (o envidia, que es una manera de desear imitar) al que más tiene.
Uno de los rasgos más humanos de los dominicanos es nuestro interés y atención por las otras personas, pero constituye un defecto cultural que en ocasiones valoramos más a las personas que a las ideas y de ahí nuestra lealtad a líderes y caudillos.
Con estos rasgos culturales nuestro propósito de “institucionalizar” nuestra democracia ha resultado sumamente difícil y la declaración de ese propósito en ocasiones resulta hueca. Y es que como sociedad debemos dar un mayor espacio a las ideas para que hayan reglas, que estamos de acuerdo en que resultan frías e impersonales, que regulen nuestra convivencia. Cuando lleguemos a respetar ideas y no posesiones, ni caudillos, seremos una sociedad no solamente culta, sino avanzada...
El primer día de clases el catedrático se sentó en un extremo de una mesa rectangular, de frente a un enorme ventanal de cristales. Luego que los diez estudiantes nos sentáramos, nos explicó que el seminario de ética del Departamento de Filosofía consistía en leernos a profundidad obras de Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Nietzsche, Simone de Beauvoir ,etc. A partir de ese momento, el profesor entraba, saludaba y se ponía sus lentes para leer algún texto para formular preguntas, cada una más intricada que la otra.
Es que aquel profesor era un socrático que buscaba analizar las ideas formulando preguntas; que buscaba demostrar la insuficiencia de una respuesta, formulando una nueva pregunta que evidenciaba dicha debilidad. Las preguntas se sucedían metódicamente alrededor de la mesa, sin el profesor vernos la cara, pues mantenía su mirada fija en un frondoso árbol, cuyas hojas se veían a través de los cristales del ventanal.
Dichas hojas se tornaron amarillas, púrpuras y anaranjadas, con la llegada del otoño; para luego desaparecer, con la llegada del invierno; para retoñar y reverdecer, según la primavera avanzaba. Y durante todo ese tiempo, aquel profesor mantuvo sus implacables andanadas de preguntas.
Entrada la primavera respondíamos mas frecuentemente de manera lúcida. Cuando esto ocurría el profesor guardaba silencio para agregar, “vinieron hoy con una mente afilada”.
Es que aquel profesor afiló la mente de todos los que le acompañamos en su búsqueda de repuestas...
Ese interminable preguntar nos enseñó a respetar el valor intrínseco de las ideas; nos enseñó a analizar con rigor las ideas planteadas, independientemente de la persona que la formulara, para intentar aproximarnos, en un esfuerzo colectivo, a la raíz o la verdad de las cosas; y nos ayudó a madurar.
Los dominicanos usualmente conversamos de cosas y de personas. Las cosas, es decir, aquello que poseemos o que deseamos poseer, no dejan de ser importantes, pero de ninguna manera pueden ser el centro absoluto de nuestra atención e interés. Una sociedad anda muy mal, si las personas de un palpable nivel intelectual solamente hablan de cosas, pues conduce a una cultura de admiración (o envidia, que es una manera de desear imitar) al que más tiene.
Uno de los rasgos más humanos de los dominicanos es nuestro interés y atención por las otras personas, pero constituye un defecto cultural que en ocasiones valoramos más a las personas que a las ideas y de ahí nuestra lealtad a líderes y caudillos.
Con estos rasgos culturales nuestro propósito de “institucionalizar” nuestra democracia ha resultado sumamente difícil y la declaración de ese propósito en ocasiones resulta hueca. Y es que como sociedad debemos dar un mayor espacio a las ideas para que hayan reglas, que estamos de acuerdo en que resultan frías e impersonales, que regulen nuestra convivencia. Cuando lleguemos a respetar ideas y no posesiones, ni caudillos, seremos una sociedad no solamente culta, sino avanzada...
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