Por Pablo McKinney
Este bulevar debió ser de homenaje y reconocimiento a un caballero del arte popular, que hasta las misas del gallo canta como los dioses que según se sabe cantan muy bien. No hay manera que le digan “Héctor”, porque el pueblo en su cariño lo ha bautizado como El Torito. Salve caballero y gran soberano del canto y la decencia.
En eso estaba uno, en felicitar a Diulka Pérez que es un ejemplo de superación y confianza en sí mismo. Ovarios fuertes. Siempre se puede. A Miriam Cruz que demuestra una vez más que el éxito verdadero llega cuando tiene que llegar y no antes.
Hoy, esta madrugada, debió uno estar detrás del hermano SoKrates, pidiéndole explicación formal porque no entiende uno cómo puede una mujer ser y verse tan repetida y dolorosamente bella, elegante, portentosa, una reina como cuando había reinas y las bahías eran azules, según me cuentan.
Uno estaba en celebrar el devaneo primermundista que René Brea y su equipo se esta acostumbrando a regalarnos cada año. El talento y la gracia de Bocadepiano, la seguridad y precisión de Luz en la conducción. Uno estaba en decirle: ¡Gracias! a Los Rosario por tanta alegría distribuida como ración de felicidad musical y etílica.
En eso estaba uno hasta el infausto momento en que el señor, don Antonio de los Santos subió a escena. Y sencillamente ocurrió.
Con las confesiones de Santos, tocamos un fondo escatológico pero aplaudido y venerado por las grandes mayorías nacionales, y ahí está el detalle de nuestra democracia cantinflesca, irresponsable y chulera, en peligro eminente e inminente “como el volver a verte y una vez más caer vencido en la tierna pasión de nuestras noches”.
Décadas y gobiernos de olvidar lo principal, de traicionar y traicionarse, tenían, tarde o temprano, que conectar con la frustración de la gente. Y ahí estuvo el laureado y venerado cantor popular, como expresión máxima y descarada de hasta dónde puede llegar y está llegando la descomposición social, moral, política del país.
Lo habíamos advertido: llegaría el momento donde las frustraciones repetidas, la impunidad celebrada, el latrocinio homenajeado se iba a democratizar, y el mal gusto sería la norma. Y ahí esta el venerado cantor, representando con sus loas y vulgaridades innecesarias a un pueblo que, moralmente vencido, ha tocado el fondo, entró feliz y bullanguero a la cloaca de la maledicencia y la celebración descarada del oprobio.
Pero Anthony Santos somos todos. O casi todos. La senaduría de Montecristi le pertenece y seguro que nuestra partidocracia irresponsable se la ofrecería sin chistar. (Peores cosas ha hecho. Revisen gabinetes, nombre de calles, el Congreso).
Ahora sí que somos pobres. Ahora sí que ha fracasado la democracia en sus intentos por hacer de esta selva de cemento -muy bien lavado- una nación civilizada. Y que no venga ahora ninguna autoridad a ganar páginas y titulares con su anti-trujillismo de chaqueta y public relations.
Ahora sí que somos pobres... y vivimos en peligro.
El striptease de indecencia y trujillismo sincero de don Antonio (pero no el dilecto Espaillat, el de doña Montse) no es solo de Santos, sino sobre todo de un pueblo llano perdido en su orfandad y su desesperanza. Un pueblo que hace lustros le venera, le sigue y disfruta sus salidas trujillistas, sus vulgaridades casi todas... como un Blas Durán pero exitoso, masivo y aplaudido. Yo también iba “para allá” Anthony, pero perdí el camino de regreso... y amaneció. Ay.
Anthony Santos somos casi todos.
Esta vez, el asunto se quedará en bachata, pero puede llegar el día en que el discurso lo enarbole, no un infeliz cantor que tiene el don de amargarnos con sus canciones por amores mal venidos, ay, sino un político populista, un general dispuesto a casarse pero no ya con la gloria, como el de abril, sino con el infierno... “y sacando a los héroes de la tumba, habrá sangre de nuevo en el país. Habrá sangre de nuevo en el país”. Y lloraremos como aprendices de tiranos lo que no supimos defender como el demócrata que nunca hemos sido. Anthony Santos somos casi todos... y he ahí el peligro.
Este bulevar debió ser de homenaje y reconocimiento a un caballero del arte popular, que hasta las misas del gallo canta como los dioses que según se sabe cantan muy bien. No hay manera que le digan “Héctor”, porque el pueblo en su cariño lo ha bautizado como El Torito. Salve caballero y gran soberano del canto y la decencia.
En eso estaba uno, en felicitar a Diulka Pérez que es un ejemplo de superación y confianza en sí mismo. Ovarios fuertes. Siempre se puede. A Miriam Cruz que demuestra una vez más que el éxito verdadero llega cuando tiene que llegar y no antes.
Hoy, esta madrugada, debió uno estar detrás del hermano SoKrates, pidiéndole explicación formal porque no entiende uno cómo puede una mujer ser y verse tan repetida y dolorosamente bella, elegante, portentosa, una reina como cuando había reinas y las bahías eran azules, según me cuentan.
Uno estaba en celebrar el devaneo primermundista que René Brea y su equipo se esta acostumbrando a regalarnos cada año. El talento y la gracia de Bocadepiano, la seguridad y precisión de Luz en la conducción. Uno estaba en decirle: ¡Gracias! a Los Rosario por tanta alegría distribuida como ración de felicidad musical y etílica.
En eso estaba uno hasta el infausto momento en que el señor, don Antonio de los Santos subió a escena. Y sencillamente ocurrió.
Con las confesiones de Santos, tocamos un fondo escatológico pero aplaudido y venerado por las grandes mayorías nacionales, y ahí está el detalle de nuestra democracia cantinflesca, irresponsable y chulera, en peligro eminente e inminente “como el volver a verte y una vez más caer vencido en la tierna pasión de nuestras noches”.
Décadas y gobiernos de olvidar lo principal, de traicionar y traicionarse, tenían, tarde o temprano, que conectar con la frustración de la gente. Y ahí estuvo el laureado y venerado cantor popular, como expresión máxima y descarada de hasta dónde puede llegar y está llegando la descomposición social, moral, política del país.
Lo habíamos advertido: llegaría el momento donde las frustraciones repetidas, la impunidad celebrada, el latrocinio homenajeado se iba a democratizar, y el mal gusto sería la norma. Y ahí esta el venerado cantor, representando con sus loas y vulgaridades innecesarias a un pueblo que, moralmente vencido, ha tocado el fondo, entró feliz y bullanguero a la cloaca de la maledicencia y la celebración descarada del oprobio.
Pero Anthony Santos somos todos. O casi todos. La senaduría de Montecristi le pertenece y seguro que nuestra partidocracia irresponsable se la ofrecería sin chistar. (Peores cosas ha hecho. Revisen gabinetes, nombre de calles, el Congreso).
Ahora sí que somos pobres. Ahora sí que ha fracasado la democracia en sus intentos por hacer de esta selva de cemento -muy bien lavado- una nación civilizada. Y que no venga ahora ninguna autoridad a ganar páginas y titulares con su anti-trujillismo de chaqueta y public relations.
Ahora sí que somos pobres... y vivimos en peligro.
El striptease de indecencia y trujillismo sincero de don Antonio (pero no el dilecto Espaillat, el de doña Montse) no es solo de Santos, sino sobre todo de un pueblo llano perdido en su orfandad y su desesperanza. Un pueblo que hace lustros le venera, le sigue y disfruta sus salidas trujillistas, sus vulgaridades casi todas... como un Blas Durán pero exitoso, masivo y aplaudido. Yo también iba “para allá” Anthony, pero perdí el camino de regreso... y amaneció. Ay.
Anthony Santos somos casi todos.
Esta vez, el asunto se quedará en bachata, pero puede llegar el día en que el discurso lo enarbole, no un infeliz cantor que tiene el don de amargarnos con sus canciones por amores mal venidos, ay, sino un político populista, un general dispuesto a casarse pero no ya con la gloria, como el de abril, sino con el infierno... “y sacando a los héroes de la tumba, habrá sangre de nuevo en el país. Habrá sangre de nuevo en el país”. Y lloraremos como aprendices de tiranos lo que no supimos defender como el demócrata que nunca hemos sido. Anthony Santos somos casi todos... y he ahí el peligro.
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