POR FERNANDO SIBILIO
Pide Carlos una copa de vino a su mujer: “Mami, ¿Puedes traerme una copita de vino? Juana le responde: ¿Es que a ti te pesa levantarte? Estoy lavando las ropas antes que la maldita luz se vaya”. Necesitamos la asesoría de Osiris de León para conocer la tectónica de placas, en la geología de la energía que libera este breve diálogo. Conocemos aquí una expresión de potencialidades del poder más allá de lo pensado, sino de lo vivido.
Contemplamos el drama de un hombre que, celoso, encendió varias casas y otro, que escalo una torre de transmisión eléctrica, con fines suicidas, porque su mujer había dejado de amarle. Pero vivimos la muerte de dos hombres en la Romana, apuñalado por sus parejas. Son episodios recurrentes en uno y otro sentido. Pero tienen un mismo denominador común. El dominio que ejerce sobre él o ella, quien tiene la capacidad de despertar el deseo sexual.
Nacen estos eventos de violencia, en los amores pasionales, procedentes de sentimientos sin inteligencia y sin la mediación de situaciones sociales o económicas. Porque este comportamiento puede expresarse en el hombre como en la mujer. Pero, caben pocas dudas, de que esta violencia persigue destruir las normas o las costumbres establecidas.
Podemos corroborarlo en el conflicto familiar de una pareja de empresarios de los medios de comunicación que, hace poco tiempo festejaron, con homilía y por todo lo alto, sus decenas de años de casados. Explica este hecho que, en todas las clases sociales la violencia entre las familias derriba el estatus económico, las costumbres, las normas morales o las convicciones genealógicas de la familia.
Demuestran estos episodios que en la rutina del enamoramiento, en el proceso inicial de seducción y conquista, es un riesgo determinar, si es el hombre o la mujer quien tiene el dominio de la relación amorosa, o de la decisión sentimental, en el caso de vivir juntos.
Sucede, al principio, que quien disponga de más capacidad para despertar el deseo sexual en el otro, tendrá más poder, porque puede premiar o castigar sexualmente. Púes esta estrategia pudiera desatar una lucha ambigua, con el “Te lo doy o no te lo doy”. Aquí la radicalización del éxito o de la derrota, tanto en el hombre como en la mujer, pudiera confundir los sentimientos, y en ambos aparecerían sentimientos que nada tendrían que ver con el amor.
Cabe la posibilidad, de que uno, arriesgue su vida y el otro, solo el alarde. Nacería el “No puedo vivir sin ti”. Aquí el amor es una palabra que se presta a equivocación, porque existen una serie de términos que se identifican o los etiquetamos con lo afectivo, y lo relacionamos con la palabra amor.
Vinculamos el amor con el deseo de dinero, fama, poder, de una persona y a todo lo que nos proporciona satisfacción. El apego infantil, el cariño, la dependencia y el compromiso moral con otras personas son formas de amor.
Pensar que pueden darse relaciones amorosas sin las tensiones de poder es un error. Púes uno quiere cautivar los deseos sexuales del otro y esto incluye el dominio real, aunque sin título de propiedad. Pero ninguno aspira a un sometimiento autómata, sino una forma sentimental de apropiación, pretende poseer la libertad del otro. Si el resultado es contrario, entonces, ese amor es un motivo para una perturbación celosa. Este comportamiento lo podemos comprobar en los sumarios judiciales de la mayoría de los casos.
Procede la palabra celoso de la voz Griega Zelos que es desear ardientemente. Estamos, sin ninguna duda, en territorios de una lucha de poder. Los celos nacen con la desconfianza, púes pienso en la pérdida de mi propiedad, porque otro la ha enamorado y me ha quitado mi pareja. Por tanto, ¿Para qué sufrir si está en otras manos? Son ese celo y ese duelo, quienes psicomotorizan el lenguaje de las acciones en los homicidios y suicidios, como en el dilatado catálogo de conflictos familiares que observamos.
Reeducar los sentimientos, las creencias, las necesidades y los deseos sexuales de la población es una urgencia nacional.
Pide Carlos una copa de vino a su mujer: “Mami, ¿Puedes traerme una copita de vino? Juana le responde: ¿Es que a ti te pesa levantarte? Estoy lavando las ropas antes que la maldita luz se vaya”. Necesitamos la asesoría de Osiris de León para conocer la tectónica de placas, en la geología de la energía que libera este breve diálogo. Conocemos aquí una expresión de potencialidades del poder más allá de lo pensado, sino de lo vivido.
Contemplamos el drama de un hombre que, celoso, encendió varias casas y otro, que escalo una torre de transmisión eléctrica, con fines suicidas, porque su mujer había dejado de amarle. Pero vivimos la muerte de dos hombres en la Romana, apuñalado por sus parejas. Son episodios recurrentes en uno y otro sentido. Pero tienen un mismo denominador común. El dominio que ejerce sobre él o ella, quien tiene la capacidad de despertar el deseo sexual.
Nacen estos eventos de violencia, en los amores pasionales, procedentes de sentimientos sin inteligencia y sin la mediación de situaciones sociales o económicas. Porque este comportamiento puede expresarse en el hombre como en la mujer. Pero, caben pocas dudas, de que esta violencia persigue destruir las normas o las costumbres establecidas.
Podemos corroborarlo en el conflicto familiar de una pareja de empresarios de los medios de comunicación que, hace poco tiempo festejaron, con homilía y por todo lo alto, sus decenas de años de casados. Explica este hecho que, en todas las clases sociales la violencia entre las familias derriba el estatus económico, las costumbres, las normas morales o las convicciones genealógicas de la familia.
Demuestran estos episodios que en la rutina del enamoramiento, en el proceso inicial de seducción y conquista, es un riesgo determinar, si es el hombre o la mujer quien tiene el dominio de la relación amorosa, o de la decisión sentimental, en el caso de vivir juntos.
Sucede, al principio, que quien disponga de más capacidad para despertar el deseo sexual en el otro, tendrá más poder, porque puede premiar o castigar sexualmente. Púes esta estrategia pudiera desatar una lucha ambigua, con el “Te lo doy o no te lo doy”. Aquí la radicalización del éxito o de la derrota, tanto en el hombre como en la mujer, pudiera confundir los sentimientos, y en ambos aparecerían sentimientos que nada tendrían que ver con el amor.
Cabe la posibilidad, de que uno, arriesgue su vida y el otro, solo el alarde. Nacería el “No puedo vivir sin ti”. Aquí el amor es una palabra que se presta a equivocación, porque existen una serie de términos que se identifican o los etiquetamos con lo afectivo, y lo relacionamos con la palabra amor.
Vinculamos el amor con el deseo de dinero, fama, poder, de una persona y a todo lo que nos proporciona satisfacción. El apego infantil, el cariño, la dependencia y el compromiso moral con otras personas son formas de amor.
Pensar que pueden darse relaciones amorosas sin las tensiones de poder es un error. Púes uno quiere cautivar los deseos sexuales del otro y esto incluye el dominio real, aunque sin título de propiedad. Pero ninguno aspira a un sometimiento autómata, sino una forma sentimental de apropiación, pretende poseer la libertad del otro. Si el resultado es contrario, entonces, ese amor es un motivo para una perturbación celosa. Este comportamiento lo podemos comprobar en los sumarios judiciales de la mayoría de los casos.
Procede la palabra celoso de la voz Griega Zelos que es desear ardientemente. Estamos, sin ninguna duda, en territorios de una lucha de poder. Los celos nacen con la desconfianza, púes pienso en la pérdida de mi propiedad, porque otro la ha enamorado y me ha quitado mi pareja. Por tanto, ¿Para qué sufrir si está en otras manos? Son ese celo y ese duelo, quienes psicomotorizan el lenguaje de las acciones en los homicidios y suicidios, como en el dilatado catálogo de conflictos familiares que observamos.
Reeducar los sentimientos, las creencias, las necesidades y los deseos sexuales de la población es una urgencia nacional.
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