Filtran primer capítulo de novela póstuma de Gabriel García Márquez

Diario español lanzó un adelanto de "En agosto nos vemos", novela que el Nobel colombiano estaba revisando antes de su muerte


"En agosto nos vemos", la novela que Gabriel García Márquez se encontraba corrigiendo al momento de su muerte, podría ser publicada como una obra póstuma.

Cristóbal Pera, director editorial del sello Penguin Random House, responsable de la obra del fallecido autor, dijo que hay posibilidades de que esto se lleve a cabo, pero que finalmente la decisión dependerá de su familia.

Por su parte,  Claudio López Lamadrid, también de Penguin, explicó que la historia de la que Gabo habló por primera vez en 1999 no estaba acabada.

"No se ha editado nunca porque no llegó a terminarla. Está escrita en un 85 por ciento. El final es demasiado abierto y no llegó a concluirla. Creo que antes o después verá la luz. Se lo merece pero como novela inacabada", dijo López Lamadrid en una emisora de Barcelona.

Aqui el primer capitulo

Había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora | Ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre sola | Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras | Terminó deprisa, abrumada por la humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música | Lo devoró para ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor | El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.

El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.

Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.

El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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