Por ROSA JIMÉNEZ CANO
"Ya falta poco", dice en español uno de los operarios que remata el marco de una ventana. Según el permiso oficial el próximo 31 de septiembre tienen que terminar la obra, lista para los nuevos inquilinos: el creador de Facebook Mark Zuckerberg y su esposa, Priscilla Chan. El matrimonio ha comprado una mansión victoriana de los años veinte por una cantidad algo por encima de los 10 millones de dólares (7,9 millones de euros), a la que hay que sumar dos millones más en las reformas que para los vecinos parecen no acabar nunca. Unas cifras bastante modestas si se compara con el total de su fortuna, que asciende a unos 13.200 millones de euros.
Aunque el permiso para acometer las reformas es de nueve meses, ya hace año y medio que está prohibido aparcar delante de la casa. En el exterior nada llama la atención. Solo el típico trajín de cualquier obra, con tablones y materiales de construcción. En octubre el creador de Facebook, uno de los hombres más ricos e influyentes del planeta, tendrá una nueva casa en la que presumiblemente solo pasará los fines de semana, a pesar de la elevada inversión y de la espera para tenerla lista.
Por fuera, la casa no parece tener nada que le haga destacar del resto del vecindario. Dos alturas aparentes, que esconden cuatro pisos reales (el último un ático), garaje, patio lateral y trasero. La documentación del permiso de obras del Ayuntamiento delata qué se esconde de puertas adentro: una cocina, seis habitaciones con sus respectivos baños y dos más en zonas comunes, una pequeña oficina, sala para ver películas, cuarto para la lavadora y una bodega.
Puede parecer contradictorio dejar la tranquilidad de Menlo Park, donde está la sede de la red social, y la casa de Palo Alto, sin curiosos alrededor, por el ajetreo y bullicio del barrio más concurrido de San Francisco. Pero tiene su explicación. La magia no está tanto en el edificio, sino en su localización. Entre la calle 21 y la avenida Dolores, a solo dos manzanas de Dolores Park, lo más parecido a una playa urbana sin agua y sin arena, solo con césped y palmeras. DJ's bajo una carpa, malabares, bailes gente de aspecto relajado, de sol a sol. Un parque cuya estatua central bien podría estar en el de cualquier país con pasado comunista, ya que representa César Chávez, el activista estadounidense que defendió los derechos de los campesinos en los años sesenta y setenta. Y aún hay un atractivo más para explicar la mudanza: la zona cuenta con un microclima, siempre hace sol, un oasis que esquiva la característica niebla de San Francisco.
No es casualidad que aquí se fundase el primer edificio de la ciudad. Dos manzanas más allá del parque, a cuatro de la nueva Villa Zuckerberg, está la Misión de San Francisco de Asís, fundada por el religioso español Fray Junípero Serra. Junto a un arroyo hoy desaparecido, a la caída de la loma se estableció un edificio de adobe, de los pocos que han soportado los sucesivos terremotos y que da nombre a la urbe. Antes de que los hipsters de cuidados bigotes y camisas de cuadros conquistaran el barrio, se le llamaba "la Misión", con una sola 's' y acento agudo. Ahora se ha convertido en uno de los lugares más deseados para vivir. Los vecinos de siempre temen que los precios suban todavía más por el efecto llamada. O que, como sucedió en su residencia 'de diario', termine comprando las casas colindantes y contratando seguridad privada. "Apenas podemos pagar la renta. Si se fuese a otro barrio no me parecería mal, pero aquí lo pone muy difícil a los trabajadores", explica un salvadoreño que lleva 10 años en un barrio donde todavía muchos se conocen por su nombre de pila.
Carl Weber, un jubilado de Los Ángeles, ha aprovechado una visita de placer para contemplar el palacete: "Es la atracción. Tengo que contar que ya la he visto". A mediodía, hora de comer, salen media docena de obreros con su tartera. Sacan la comida apoyados en unas tablas, llegan otros de obras cercanas, charlan entre sí e invitan a entrar a los compañeros de oficio. "Contigo no podemos hablar, ni dejarte entrar. Nos corren (nos despiden)", se defiende uno de ellos con acento mexicano.
Mark Zuckerberg y su esposa Priscilla Chan. |
Aunque el permiso para acometer las reformas es de nueve meses, ya hace año y medio que está prohibido aparcar delante de la casa. En el exterior nada llama la atención. Solo el típico trajín de cualquier obra, con tablones y materiales de construcción. En octubre el creador de Facebook, uno de los hombres más ricos e influyentes del planeta, tendrá una nueva casa en la que presumiblemente solo pasará los fines de semana, a pesar de la elevada inversión y de la espera para tenerla lista.
Por fuera, la casa no parece tener nada que le haga destacar del resto del vecindario. Dos alturas aparentes, que esconden cuatro pisos reales (el último un ático), garaje, patio lateral y trasero. La documentación del permiso de obras del Ayuntamiento delata qué se esconde de puertas adentro: una cocina, seis habitaciones con sus respectivos baños y dos más en zonas comunes, una pequeña oficina, sala para ver películas, cuarto para la lavadora y una bodega.
La propiedad está ubicada cerca de Dolores Park en San Francisco. |
No es casualidad que aquí se fundase el primer edificio de la ciudad. Dos manzanas más allá del parque, a cuatro de la nueva Villa Zuckerberg, está la Misión de San Francisco de Asís, fundada por el religioso español Fray Junípero Serra. Junto a un arroyo hoy desaparecido, a la caída de la loma se estableció un edificio de adobe, de los pocos que han soportado los sucesivos terremotos y que da nombre a la urbe. Antes de que los hipsters de cuidados bigotes y camisas de cuadros conquistaran el barrio, se le llamaba "la Misión", con una sola 's' y acento agudo. Ahora se ha convertido en uno de los lugares más deseados para vivir. Los vecinos de siempre temen que los precios suban todavía más por el efecto llamada. O que, como sucedió en su residencia 'de diario', termine comprando las casas colindantes y contratando seguridad privada. "Apenas podemos pagar la renta. Si se fuese a otro barrio no me parecería mal, pero aquí lo pone muy difícil a los trabajadores", explica un salvadoreño que lleva 10 años en un barrio donde todavía muchos se conocen por su nombre de pila.
Carl Weber, un jubilado de Los Ángeles, ha aprovechado una visita de placer para contemplar el palacete: "Es la atracción. Tengo que contar que ya la he visto". A mediodía, hora de comer, salen media docena de obreros con su tartera. Sacan la comida apoyados en unas tablas, llegan otros de obras cercanas, charlan entre sí e invitan a entrar a los compañeros de oficio. "Contigo no podemos hablar, ni dejarte entrar. Nos corren (nos despiden)", se defiende uno de ellos con acento mexicano.
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