JUAN JESÚS AZNAREZ
Fugitivo de facciosos que habían sido aliados, Simón Bolívar murió en el año de 1830 vencido por la tisis y el padecimiento moral, y penalizado por el menosprecio de parientes que, invocando necesidad, subastaron sus bienes. Durante el escrutinio de los últimos 15 días del Libertador, hasta la recomendación del alma el 17 de diciembre en Santa Marta (Colombia), el escritor Fermín Goñi pudo comprobar que “a los descendientes vivos de este siglo no les interesa su antecesor”. Ignorando la trascendencia del tesoro legado, se lucraron vendiéndolo a trozos: desde las pistolas de duelo y la correspondencia, a las condecoraciones.
El caudillo murió perseguido por la malquerencia de quienes le preludiaban dictador, y se adentró en el siglo XXI abaratado por sucesores que hubieran debido salvaguardar su memoria. El 21 de diciembre del año 2012, última fecha de las ventas al mejor postor, Christie’s remataba, en Londres, la carta de Bolívar a un naturalista alemán por 9.375 libras esterlinas, casi 12.000 euros. Poco a poco, la dinastía fue liquidando sus pertenencias. Las tuvo en abundancia porque fue hijo de una de las familias más adineradas de Venezuela, aunque terminara viviendo de la buena voluntad de 10 o 12 devotos.
Emulando las verificaciones de Gabriel García Márquez en la preparación de El general en su laberinto, Goñi se ayudó de una lingüista peruana especializada en el lenguaje de Bolíva, Marta Hildebrandt, secretaria vitalicia de la Academia Peruana de la Lengua, para sumergirse en la lectura de más de 20.000 documentos y cartas dictadas o recibidas por el prócer. Fruto de la minuciosa criba, desarrollada entre los años 2009 y 2013, es su última novela histórica Todo llevará su nombre (Cénlit-Roca-Random House), presentada en Madrid después de haberlo sido en América Latina, en las tierras del emancipador y que se ha analizado recientemente en la Miami Book Fair, en una conversación del autor con Jorge Zepeda, último premio Planeta, y el expresidente de Bolivia Carlos Mesa. En sus páginas, sin poder, ni salud, en la antesala de la muerte, el agitador americano se despide de este mundo.
El médico francés Alejandro Próspero Reverend, las cocineras y un pequeño estado mayor de jefes y oficiales y fámulos le cuidan en la quinta de San Pedro Alejandrino. Junto al moribundo, los leales rememoran conjuras, lances de batalla y ambiciones panamericanas. Las ensoñaciones integradoras del yacente quedaron en eso. Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia siguen a su aire, determinados por su historia y singularidades.
Indagando sobre las postrimerías y recuerdos de un hombre que influyó en la historia de una región como no lo hicieron ni Napoleón, ni Julio César, el escritor Fermín Goñi quiso contactar con algún pariente vivo. Buscó a un tataranieto, que había vendido lo poco que tenía del general, fundamentalmente parte de su correspondencia, pero no fue posible el encuentro. “La vendió en subastas. No ha tenido interés en conservar nada. Me parece insólito. Si yo tuviera una carta de Bolívar sería el hombre más feliz del mundo”, dice. “Pero ellos querían dinero. Un par de pistolas de duelo, fabricadas por el francés Nicolas-Noël Boutet, arcabucero del descabezado rey Luis XVI, se vendió por casi dos millones de dólares”.
El último capítulo de Todo llevará su nombre, que arranca donde acaba el laberinto de García Márquez, compila las subastas organizadas en los últimos 25 años por intermediarios y herederos de un estadista que murió casi con lo puesto. Almacenado en baúles ambulantes guardó ropa, manteles, legajos, vajillas, cuberterías, medallas, monedas preciosas, dos pistolas, y la silla de montar de sus épicas cabalgaduras. “Durante años sus descendientes fueron contactando con casas de subastas de Londres. Yo también lo hice pero nunca me dieron su identidad”, explica el autor.
El primer reparto de la heredad, certificada ante escribano, tuvo lugar en agosto de 1830. Los beneficiarios de un tercio fueron sus sobrinos, hijos de su hermano Juan Vicente. No fue fácil el entendimiento entre las hermanas Juana y María Antonia, y las pugnas fueron frecuentes entre los destinatarios del patrimonio. Una de las subastas de Christie's fue suspendida porque el Banco Central de Venezuela acordó con la firma londinense, en 1988, adquirir los 12 lotes de la puja, que se iba a celebrar en Nueva York, por la suma de 2.900.000 dólares. Entre las piezas figuraba una cajita repujada en oro y filigranas que el rey Jorge IV le regaló en 1824.
Simón Bolívar quiso serlo todo a la vez: gobernante, legislador, jefe militar y ciudadano ejemplar. Otro dictador en ciernes, sospecharon sus enemigos. “Fue una persona muy completa, pero no era perfecta. Yo creo que eso fue lo que le generó tantos enemigos en sus años finales”, subraya Goñi.
El impetuoso general fue dueño de las minas de cobre de Aroa, heredadas por mayorazgo y arrendadas a socios ingleses, pero no vio un duro. “Declaro que no poseo otros bienes más que las tierras y minas de Aroa, situadas en la Provincia de Carabobo [hoy Yaracuy]”, establece en su testamento. Sus hermanas las vendieron a una compañía británica. Se salvaron del remate reliquias invaluables: Bolívar dispuso la quema de manuscritos comprometedores que guardaba en Cartagena y ordenó el depósito en la Universidad de Caracas de dos libros que habían pertenecido a Napoleón.
Su criado José Palacios recibió 8.000 pesos y la espada de oro que le había regalado el asesinado mariscal Antonio José Sucre, jefe del Ejército de la Gran Colombia, le fue restituida a su viuda. Estragado por la tisis y la amargura, convencido de que le acechaban para asesinarle, el Libertador se proclamaba arrepentido durante las negras horas de la agonía: “Abomino de haber iniciado una guerra contra los españoles”.
Retrato de Simón Bolívar en un museo de Lima Perú. |
El caudillo murió perseguido por la malquerencia de quienes le preludiaban dictador, y se adentró en el siglo XXI abaratado por sucesores que hubieran debido salvaguardar su memoria. El 21 de diciembre del año 2012, última fecha de las ventas al mejor postor, Christie’s remataba, en Londres, la carta de Bolívar a un naturalista alemán por 9.375 libras esterlinas, casi 12.000 euros. Poco a poco, la dinastía fue liquidando sus pertenencias. Las tuvo en abundancia porque fue hijo de una de las familias más adineradas de Venezuela, aunque terminara viviendo de la buena voluntad de 10 o 12 devotos.
Emulando las verificaciones de Gabriel García Márquez en la preparación de El general en su laberinto, Goñi se ayudó de una lingüista peruana especializada en el lenguaje de Bolíva, Marta Hildebrandt, secretaria vitalicia de la Academia Peruana de la Lengua, para sumergirse en la lectura de más de 20.000 documentos y cartas dictadas o recibidas por el prócer. Fruto de la minuciosa criba, desarrollada entre los años 2009 y 2013, es su última novela histórica Todo llevará su nombre (Cénlit-Roca-Random House), presentada en Madrid después de haberlo sido en América Latina, en las tierras del emancipador y que se ha analizado recientemente en la Miami Book Fair, en una conversación del autor con Jorge Zepeda, último premio Planeta, y el expresidente de Bolivia Carlos Mesa. En sus páginas, sin poder, ni salud, en la antesala de la muerte, el agitador americano se despide de este mundo.
El médico francés Alejandro Próspero Reverend, las cocineras y un pequeño estado mayor de jefes y oficiales y fámulos le cuidan en la quinta de San Pedro Alejandrino. Junto al moribundo, los leales rememoran conjuras, lances de batalla y ambiciones panamericanas. Las ensoñaciones integradoras del yacente quedaron en eso. Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia siguen a su aire, determinados por su historia y singularidades.
Indagando sobre las postrimerías y recuerdos de un hombre que influyó en la historia de una región como no lo hicieron ni Napoleón, ni Julio César, el escritor Fermín Goñi quiso contactar con algún pariente vivo. Buscó a un tataranieto, que había vendido lo poco que tenía del general, fundamentalmente parte de su correspondencia, pero no fue posible el encuentro. “La vendió en subastas. No ha tenido interés en conservar nada. Me parece insólito. Si yo tuviera una carta de Bolívar sería el hombre más feliz del mundo”, dice. “Pero ellos querían dinero. Un par de pistolas de duelo, fabricadas por el francés Nicolas-Noël Boutet, arcabucero del descabezado rey Luis XVI, se vendió por casi dos millones de dólares”.
El último capítulo de Todo llevará su nombre, que arranca donde acaba el laberinto de García Márquez, compila las subastas organizadas en los últimos 25 años por intermediarios y herederos de un estadista que murió casi con lo puesto. Almacenado en baúles ambulantes guardó ropa, manteles, legajos, vajillas, cuberterías, medallas, monedas preciosas, dos pistolas, y la silla de montar de sus épicas cabalgaduras. “Durante años sus descendientes fueron contactando con casas de subastas de Londres. Yo también lo hice pero nunca me dieron su identidad”, explica el autor.
El primer reparto de la heredad, certificada ante escribano, tuvo lugar en agosto de 1830. Los beneficiarios de un tercio fueron sus sobrinos, hijos de su hermano Juan Vicente. No fue fácil el entendimiento entre las hermanas Juana y María Antonia, y las pugnas fueron frecuentes entre los destinatarios del patrimonio. Una de las subastas de Christie's fue suspendida porque el Banco Central de Venezuela acordó con la firma londinense, en 1988, adquirir los 12 lotes de la puja, que se iba a celebrar en Nueva York, por la suma de 2.900.000 dólares. Entre las piezas figuraba una cajita repujada en oro y filigranas que el rey Jorge IV le regaló en 1824.
Simón Bolívar quiso serlo todo a la vez: gobernante, legislador, jefe militar y ciudadano ejemplar. Otro dictador en ciernes, sospecharon sus enemigos. “Fue una persona muy completa, pero no era perfecta. Yo creo que eso fue lo que le generó tantos enemigos en sus años finales”, subraya Goñi.
El impetuoso general fue dueño de las minas de cobre de Aroa, heredadas por mayorazgo y arrendadas a socios ingleses, pero no vio un duro. “Declaro que no poseo otros bienes más que las tierras y minas de Aroa, situadas en la Provincia de Carabobo [hoy Yaracuy]”, establece en su testamento. Sus hermanas las vendieron a una compañía británica. Se salvaron del remate reliquias invaluables: Bolívar dispuso la quema de manuscritos comprometedores que guardaba en Cartagena y ordenó el depósito en la Universidad de Caracas de dos libros que habían pertenecido a Napoleón.
Su criado José Palacios recibió 8.000 pesos y la espada de oro que le había regalado el asesinado mariscal Antonio José Sucre, jefe del Ejército de la Gran Colombia, le fue restituida a su viuda. Estragado por la tisis y la amargura, convencido de que le acechaban para asesinarle, el Libertador se proclamaba arrepentido durante las negras horas de la agonía: “Abomino de haber iniciado una guerra contra los españoles”.
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