EL PAÍS habla con Toya Graham, la mujer afroamericana que sacó a guantazos a su hijo del grupo que empezó los violentos disturbios raciales en la ciudad
Por SILVIA AYUSO
Toya Graham dice sentirse un poco “abrumada” por la fama adquirida de la noche a la mañana. Concretamente, desde la noche del lunes. Ahí empezaron a circular las imágenes de cómo esta mujer afroamericana aparecía como una furia en las afueras de un centro comercial y comenzaba a darle guantazos a su hijo adolescente, Michael, hasta lograr que este se apartara del grupo que empezó los violentos disturbios en Baltimore. Pero “la madre del año”, como la ha bautizado la prensa estadounidense, no se arrepiente de que su arrebato haya sido visto por medio planeta.
“Yo solo estaba intentando sacar a mi hijo de todo ese caos y confusión. Mi mayor miedo es que se convierta en otro Freddie Gray”, explica. Gray es el joven negro de 25 años cuya muerte bajo custodia policial ha desatado la oleada de protestas en Baltimore que llevó a que se decretara el estado de emergencia y un toque de queda en esta ciudad, a menos de una hora de distancia de la capital de EEUU. “Así que me enfadé, pero porque tenía miedo, él sabe muy bien lo que está pasando y no debería haber formado parte de eso”, subraya.
Graham tiene estos días muchas visitas y las recibe coqueta —lleva el pelo cuidadosamente peinado, largas pestañas postizas, maquillaje y manicura impecables— sentada en un sofá y rodeada de sus hijos. Desde el refugio que ofrece el salón de su casa, sus temores pueden llegar a parecer algo exagerados. No lo son, sin embargo, cuando se traspasa el umbral de la vivienda. De la hilera de casas unifamiliares que cubren —entre descampados— su manzana, solo la suya y otras dos están habitadas. La mayoría de los edificios están abandonados y sus puertas y ventanas mal tapados con planchas de madera. La curiosidad que ha despertado su arrebato —o gesta, según quién lo cuente— hace que estos días una larga fila de periodistas busquen el número de su puerta. Pero normalmente, la calle en la que Graham, de 43 años, vive como madre soltera al cargo de sus seis hijos y una nieta es una de las que un no residente de este barrio mayoritariamente negro prefiere evitar dando un amplio rodeo, sobre todo cuando cae la noche.
Freddie Gray vivía en una de estas deprimidas calles en el oeste de Baltimore, en las que el ingreso medio familiar está por debajo de la línea de pobreza y donde más de la mitad de los vecinos carecen de un trabajo formal. “Viviendo en una sociedad como la que vivimos, y teniendo en cuenta que muchos de sus amigos han sido asesinados, yo siempre trato de protegerlo del mundo exterior”, defiende Graham su arrebato. Michael tiene solo 16 años y es el único varón de su prole. Su madre está decidida a que cumpla muchos más. Así que volvería a actuar de la misma forma si fuera necesario. Aunque las cámaras volvieran a registrar cada uno de sus pasos y sus mamporros. Incluso en un país donde darle un mero cachete a un niño está muy mal visto.
“No digo que no lo volvería a hacer porque es mi hijo. Si zurrarle una o dos veces es la forma que tengo de llegar hasta él, de que comprenda que esa no es forma de vivir y me haga caso, entonces lo haré”, sostiene. Y recuerda que su hijo le saca más de una cabeza. Pero hay algo que Graham también quiere dejar muy claro: “Él sabe que lo quiero”. A su lado, Michael asiente. No está demasiado resentido por haberse convertido en el coprotagonista involuntario del famoso vídeo. ¿Le sigue hablando? “Sí, claro”, responde su madre. Michael calla, pero sonríe.
“Lo comprende”, responde su madre por él. “Y muchos de sus amigos le dicen: ‘A veces me gustaría que mi madre también me hiciera eso a mí, quizás entonces no estaríamos en las calles como estamos”. Michael tampoco la contradice esta vez.
Por SILVIA AYUSO
Toya Graham dice sentirse un poco “abrumada” por la fama adquirida de la noche a la mañana. Concretamente, desde la noche del lunes. Ahí empezaron a circular las imágenes de cómo esta mujer afroamericana aparecía como una furia en las afueras de un centro comercial y comenzaba a darle guantazos a su hijo adolescente, Michael, hasta lograr que este se apartara del grupo que empezó los violentos disturbios en Baltimore. Pero “la madre del año”, como la ha bautizado la prensa estadounidense, no se arrepiente de que su arrebato haya sido visto por medio planeta.
“Yo solo estaba intentando sacar a mi hijo de todo ese caos y confusión. Mi mayor miedo es que se convierta en otro Freddie Gray”, explica. Gray es el joven negro de 25 años cuya muerte bajo custodia policial ha desatado la oleada de protestas en Baltimore que llevó a que se decretara el estado de emergencia y un toque de queda en esta ciudad, a menos de una hora de distancia de la capital de EEUU. “Así que me enfadé, pero porque tenía miedo, él sabe muy bien lo que está pasando y no debería haber formado parte de eso”, subraya.
Graham tiene estos días muchas visitas y las recibe coqueta —lleva el pelo cuidadosamente peinado, largas pestañas postizas, maquillaje y manicura impecables— sentada en un sofá y rodeada de sus hijos. Desde el refugio que ofrece el salón de su casa, sus temores pueden llegar a parecer algo exagerados. No lo son, sin embargo, cuando se traspasa el umbral de la vivienda. De la hilera de casas unifamiliares que cubren —entre descampados— su manzana, solo la suya y otras dos están habitadas. La mayoría de los edificios están abandonados y sus puertas y ventanas mal tapados con planchas de madera. La curiosidad que ha despertado su arrebato —o gesta, según quién lo cuente— hace que estos días una larga fila de periodistas busquen el número de su puerta. Pero normalmente, la calle en la que Graham, de 43 años, vive como madre soltera al cargo de sus seis hijos y una nieta es una de las que un no residente de este barrio mayoritariamente negro prefiere evitar dando un amplio rodeo, sobre todo cuando cae la noche.
Freddie Gray vivía en una de estas deprimidas calles en el oeste de Baltimore, en las que el ingreso medio familiar está por debajo de la línea de pobreza y donde más de la mitad de los vecinos carecen de un trabajo formal. “Viviendo en una sociedad como la que vivimos, y teniendo en cuenta que muchos de sus amigos han sido asesinados, yo siempre trato de protegerlo del mundo exterior”, defiende Graham su arrebato. Michael tiene solo 16 años y es el único varón de su prole. Su madre está decidida a que cumpla muchos más. Así que volvería a actuar de la misma forma si fuera necesario. Aunque las cámaras volvieran a registrar cada uno de sus pasos y sus mamporros. Incluso en un país donde darle un mero cachete a un niño está muy mal visto.
“No digo que no lo volvería a hacer porque es mi hijo. Si zurrarle una o dos veces es la forma que tengo de llegar hasta él, de que comprenda que esa no es forma de vivir y me haga caso, entonces lo haré”, sostiene. Y recuerda que su hijo le saca más de una cabeza. Pero hay algo que Graham también quiere dejar muy claro: “Él sabe que lo quiero”. A su lado, Michael asiente. No está demasiado resentido por haberse convertido en el coprotagonista involuntario del famoso vídeo. ¿Le sigue hablando? “Sí, claro”, responde su madre. Michael calla, pero sonríe.
“Lo comprende”, responde su madre por él. “Y muchos de sus amigos le dicen: ‘A veces me gustaría que mi madre también me hiciera eso a mí, quizás entonces no estaríamos en las calles como estamos”. Michael tampoco la contradice esta vez.
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