Por BIENVENIDO PÉREZ GARCÍA
Todas las urbes del mundo, medianas, grandes y hasta pequeñas se pueblan, entre sus muchos habitantes, de algunos curiosos personajes que por sus hábitos, apariencia, vestimenta o conducta un tanto o muy salidas de la ancha banda con que pretendemos enmarcar la normalidad, son distinguidos y diferenciados por los que nos creemos estar en la línea de la cordura, la sensatez y lo convencional. Nuestras ciudades y pueblos dominicanos no se quedan atrás, poseyendo sellos vivientes de identidad, con figuras también inolvidables, que nos divierten, sorprenden y hasta nos espantan.
Remitámonos a algunos de estos interesantes humanos que poblaron la urbe de Santo Domingo en la segunda mitad del siglo XX, ya todos vencidos por el tiempo, desaparecidos físicamente, pero aún vívidos en la memoria de los ‘pasados meridiano’
Iniciándonos con Chochueca, un personaje que después de su muerte alcanzó popularidad meteórica en todo el país, gracias a las ingeniosas y graciosas presentaciones televisadas del genial humorista Cuquín Victoria, personificándolo en “Las Predicciones de Chochueca”. No se conoce con certeza la razón de su apodo, pero se cree tuvo uno de estos dos orígenes: Una especie de yaniqueques regordos y algo deformados, para matar el hambre con tan sólo comerse uno, las chochuecas, que se freían y vendían en la década de 1930, y/o, por su manera de reír, a veces destemplando a un lado la boca y su andar calculado, con una ligera parsimonia.
Por toda ocupación y sustento se dedicaba a visitar la casa de las personas fallecidas, justo el mismo día de su deceso, o de su sepelio, para solicitar sus ropas, zapatos y efectos. Su solicitud casi siempre resultaba complacida, por la creencia de muchos deudos de que era conveniente deshacerse de las pertenencias que el difunto usaba en vida. Chochueca tenía también una aguda percepción de las amistades y relacionados de muchos de los habitantes de clase media en la capital y visitaba a los que sabía amigos de un fenecido, para, avisándole de su muerte, recibir alguna propina. En aquellos tiempos la mayoría de las exequias fúnebres se realizaban en el propio hogar del expirado e inexplicablemente Chochueca tenía la rara habilidad de detectar hasta los fallecimientos que ni siquiera aparecían en las páginas necrológicas de los diarios, en cualesquiera de los sectores y barrios del Distrito Nacional. Llegaba invariablemente a pie, con paciencia guardaba silencio un rato, mientras que con ojo clínico escogía la o las personas cercanas que creía más adecuadas y con voz casi siempre profunda y calmada, tras darle sus condolencias, pasaba a solicitar las prendas.
De tez blanca, estatura mediana, contextura algo delgada pero robusta, acostumbraba a caminar ligeramente ladeado, sin tener cojera alguna, con barba al poco afeite y muchas veces usaba una gorra –una cachucha– que se adivina alguna vez tuvo un color claro. Por alguna razón las jóvenes y los niños de la época sentían alguna aprensión cuando le veían acercarse en la calle y procuraban evitarle, sabiendo de su dedicación, observando aspecto tan sombrío, sonrisa extraña y considerándolo una especie de mensajero de la muerte.
Otra inolvidable figura que deambulaba nuestra ciudad por todos los barrios conocidos, desde las villas Francisca, Juana y Consuelo, hasta los barrios San Carlos, San Miguel San Antón, la Zona Colonial y Gascue, lo era Bonilla, apodado “El Loco”. Diferente de Chochueca, este cuasi orate era un atrevido enajenado del que no pocas damas y féminas recibían no sólo ruborizantes y muy atrevidas propuestas y enrojecidos piropos, sino también no autorizados breves y repentinos auscultamientos manuales en sus porciones íntimas de anatomía. Cuentan quienes le conocieron, que Bonilla pertenecía a una familia de gran respeto y decoro y exhibía dotes de alta inteligencia. Tras la muerte de su padre, el Sr. Bonilla, en el Hospital Padre Billini, donde estuvo meses internado y a quien visitaba asiduamente, tal pérdida lo desquició, convirtiéndose en un errante, solitario, descuidado en el vestir e higiene.
Callado, las más de las veces, excepto ante el avistamiento o cercana presencia del sexo femenino, Bonilla no respetaba la presencia de esposos, novios o prometidos, junto a sus parejas, para lanzar a estas, ofensivas insinuaciones o indecentes calificativos. Relata un viejo amigo, que en compañía de su prometida, cerca de la calle Eugenio Perdomo se atrevió a gritarle a ella una obscena blasfemia, a la que el ofendido prometido respondió propinándole una contundente trompada, que lo sacó de conciencia. Por años, cuando veía a Osiris, cruzaba la calle al otro lado y le gritaba -¡Me pegaste!
Aunque tenido por loco, Bonilla no era tal ni tanto, pues sabía my bien, cuando caminaba en plena vía, apartarse de los vehículos que cruzaban a velocidad.
El comandante Chestaro narra jocosamente que durante la revuelta de abril, en la que se encontraba al frente de un comando, justo en los límites de la barrera desmilitarizada, habían fijado una contraseña para aquellos que de noche cruzaban al sector constitucional. Un desconocido, cargando un bulto se presentó tarde en la noche en el punto de entrada que controlaba Chestaro y se le pide la contraseña; al no contestar, se le repitió la solicitud vehementemente -iContraseña o disparamos! En apurada respuesta, olvidó la supuesta locura y aclaró: -¡Soy yo, Bonilla El Loco!
El rostro enseriado y conducta “alitraneada” de Bonilla invitaba a los muchachos, con alguna frecuencia, a llamarlo burlonamente, pero con gran cuidado, precaución y distancia, pues Bonilla era irritable y tenía una prodigiosa capacidad de encontrar y lanzar una piedra casi instantáneamente.
Barajita, anciana mujer delgada, de mediana, mas bien, baja estatura, piel muy negra que recorría las calles y sectores del centro de la ciudad, en peregrinaje por causa nunca bien esclarecida, tal vez fue el personaje más singular e icónico en la juventud de la época, hasta el punto que su apodo se ha conservado por tres generaciones. No se conoce el nombre verdadero de esta dama. Se cree que vivía próximo a la calle Vicente Noble, no muy lejos de la planta eléctrica conocida como El Timbeque. Usaba sombrero femenino, decorado con flores plásticas o pañuelo con algún color moderado y vestido liso que bajaba hasta dos manos por debajo de la rodilla. Su cara presentaba a veces subido maquillaje y pintura. Si se considerara un enjundioso estudio idiosincrático de Santo Domingo, pudiera ser calificada la dama más accesorizada del país. Llevaba aretes colgantes y varios collares de abalorios combinados con gargantillas metálicas de bisutería alrededor de su cuello, nunca llevaba puestos menos de tres; ambos brazos eran decorados y rodeados por numerosas diferentes pulsas, guillos y brazaletes de los más atractivos colores, que contrastaban por su desemejanza, sin atención a combinaciones o hacer juego, tanto anaranjados, verdes, rojos, azules, amarillos, blancos y morados. Entallados, un par de coloridos cintos metálicos y/o plásticos alrededor de su delgado vientre. No como aditamento de apoyo para caminar, sino tal vez con otro ominoso propósito, Barajita portaba en su mano derecha un intimidante palo de escoba con el que perseguía a los muchachos burlones que nos atrevíamos a llamarla y reírnos de su aspecto. Barajita no podía correr ni caminar muy rápido, pero era astuta, sistemática y persistente: resentida, guardaba las burlas y, muchos minutos después de haber recibido algún abucheo de muchachos, pacientemente realizaba un amplio rodeo tras el que, de manera inesperada, aparecía por una calle y desde una dirección en que no era vista, para emprender su ataque, blandiendo su larga vara contra sus provocadores.
Desde el paso de esta peculiar dama por las calles de Santo Domingo su impronta se convirtió permanentemente parte del argot popular. Cuando alguien usa excesivos accesorios o maquillaje, se le dice a ella o se dicen a sí mismas –Me parezco a “Barajita”.
A mediados de los años 50 del pasado siglo, surgió una llamativa estampa de mediana edad. Alto, delgado, tez oscura, invariablemente usaba sombrero bombín o de ala corta y traje oscuro con corbata. Era el Dr. Anamú, que con paso apurado portaba, a veces un maletín u otras, varios libros de respetable espesor debajo de uno de los brazos. El Dr. Anamú ¿médico o abogado? no hablaba, no se detenía en lugar alguno; llevaba siempre prisa en su misterioso recorrido hacia algún imaginario necesitado paciente o cliente en algún inexistente bufete o tribunal. Escuché de niño decir a un conocido que era un universitario que perdió la razón debido a los esfuerzos en sus estudios. Su domicilio era desconocido, pero era más frecuente verlo salir y entrar alrededor de la calle 16 de Agosto, por los lados del callejón Imbert. ¿Su sobrenombre? tal vez por su vestimenta formal, que aún confiriéndole porte de respetabilidad despedía la inconfundible certeza aromática de no haber trabado en años, relación con agua ni jabón.
Su fisonomía inconfundible, que reflejaba retraso mental, con sonrisa en boca permanentemente abierta, tez muy blanca, pelo negro, muy lacio, siempre alborotado, ojos algo saltones, cuerpo un poco rechoncho, jorobado, hombros algo estrechos, fue llamado ´Maco Pempén¨ este ser humano víctima de la naturaleza y de nuestra indiferencia y cruel burla. Niños y hasta adultos, acicateados por su aspecto anormal y alguna semejanza con un sapo, le gritaban su mote despectivamente. En lo personal, siempre sentí simpatía y pena por este personaje, sobre todo por su inocente nobleza que solo respondía con sonrisa a la sorna de la gente. Nunca pude saber más de él, pues en las ocasiones que de niño le veía y quise hablarle, no me entendía y no hablaba bien, no se hacía entender.
El “Capitán” o “Capitán de la Basura”, que vestía atuendo militar, fue una proverbial figura icónica y divertida por sus aprestos marciales, sus llamadas de iatención! y su propia postura rígida que en ocasiones adoptaba. Hablaba con seguridad y se decía capitán de la Fuerzas Armadas. A pesar de sus chifladuras, en plena época del dictador Trujillo, nunca se equivocó y cuando alguien maliciosamente le preguntaba que si era el capitán de Trujillo, contestaba -No, Trujillo es el Jefe y el que manda. Usaba cinturón militar ancho de lona verde y gorra a menudo con la visera doblada hacia arriba, u otra cachucha sin visera. Un accesorio que siempre le acompañaba era su vara-bastón, la cual blandía en varias posiciones, incluyendo algunas de las usadas en los desfiles de ‘baton-ballet’.
Por pintorescos –que no por locos, los enanos de la calle Las Mercedes eran parte del escenario de curiosas figuras que distinguían nuestra capital. Se les veía recorrer varias calles de la Zona Colonial, incluyendo la de El Conde, pero las más de las veces, estos hermanos -Félix, se llamaba el más joven de ellos, ya en la década de los 50 del pasado siglo, con edad medianera, se apostaban en una de las puertas de acceso al desaparecido Jardín Radiante, justo frente a la Plazoleta de Las Mercedes, al lado de la iglesia. Primero, uno de ellos y luego los dos, usaban bastones de buen porte, que parecen haber sido, por su tamaño, elaborados para ellos. Los enanos eran parcos, de rostro serio e intolerantes con los curiosos. Si alguna dama o niño –como fue mi caso, se quedaba mirándolos por más de un segundo, esperaban que en nuestro caminar pasáramos frente a uno de ellos, para levantar su bastón de manera amenazante, mientras lanzaba una interjección de reproche, que lucía más peligrosa subidos en el alto escalón de entrada a la casa.
Me contó mi abuela materna, Zoila García, que aproximadamente por el año 1938, se encontraba de pasadía, paseando por la playa de Boca Chica y al ver a un hermoso niño, que sentado chapoteaba de espaldas las suaves olas, no resistió el impulso de tomarlo, levantarlo y llevarlo a su pecho mientras le hablaba cariñosamente y celebraba la gracia de su figura; volteando hacia ella, un rostro agrio, de adulto, le espetó –Mire, c.. señora, ¡bájeme en seguida, que yo no soy un niño, soy un hombre, atrevida!. Me describió la vergüenza que sintió, al darse cuenta que era uno de los enanos, que luego por tantos años seguiría viendo cuando pasaba por el Jardín Radiante.
Los hospitales y centros públicos psiquiátricos de la capital liberaban periódicamente a sus locos más mansos cuando el espacio o las condiciones económicas resultaban insuficientes. Cualquier buen día, de tiempo en tiempo, se veía el entonces centro de la ciudad y barrios circunvecinos poblarse de hombres y mujeres que exhibían algún tipo de trastorno y se añadían al habitual excéntrico tropel de orates que deambulaban en sus calles o se aposentaban en algún rincón citadino.
Merece a manera de excepción, mención en este recorrido pintoresco capitaleño, un personaje que por varias décadas reinó de manera indiscutible en la ciudad de Higuey: Se trata de S.M. Tarquino Primero, que en ocasiones vestía de blanco, y en otras color kaki: atuendos dignos de su condición real, aunque a veces deslucidos por el uso y abuso. Tarquino iniciaba, en los establecimientos comerciales, en la Basílica de Higuey y en el Hotel Naranjo, con una altisonante real declaración de su más alta condición nobiliaria, llevando invariablemente una especie de sombrero real, que era algo como un kepis militar, color claro, modificado, para que luciera más como un bicornio, colorido cordón oficial, alrededor del hombro derecho, algunas medallas en el pecho y en la mano un cetro, especie de vara con aditamentos de colores rojo y azul. El Primero de los Tarquino, no mancaba en explicar el origen y la legitimidad de su alto título a los clientes del hotel, visitantes de la Basílica y compradores en los comercios. Por supuesto, el Rey Tarquino aceptaba de sus súbditos dádivas, que consideraba impuestos reales
Otros caracteres que formaron parte de la colectividad de excepción –la que confirma la regla; como Pichón de Burro, la vieja “Harina”, el simpático gordo “Clinche”, el tétrico Pelao, que competía con Chochueca en la reclamación de ropa de difuntos –y que parecía un perfecto difunto, también, entre muchos otros, quedan anidados, entre nostalgia y humor en la memoria capitaleña de la segunda mitad del siglo XX.
Muchos personajes, poco espacio. La fenomenología de una ciudad todavía romántica, pueblo grande, generoso, convivía con estos mayormente inofensivos díscolos y trastornados seres, considerándolos de alguna manera parte del entorno humano y mostrando no pocas veces solidaridad con su condición, a pesar de las ocasionales burlas y coreados. Las modernas avenidas y expresos, la circulación desbordante y generalizada del actual Gran Santo Domingo, en hordas de vehículos privados, públicos y metros, las preocupaciones del desordenado gigantismo urbano y la lucha individual por la seguridad y la subsistencia, han ido apartando, impersonalizando a muchos de los orates mansos, que siguen circulando, ahora sin nombres ni señas sociales particulares, por los que la sociedad les identifique y mucho menos les ayude.
Todas las urbes del mundo, medianas, grandes y hasta pequeñas se pueblan, entre sus muchos habitantes, de algunos curiosos personajes que por sus hábitos, apariencia, vestimenta o conducta un tanto o muy salidas de la ancha banda con que pretendemos enmarcar la normalidad, son distinguidos y diferenciados por los que nos creemos estar en la línea de la cordura, la sensatez y lo convencional. Nuestras ciudades y pueblos dominicanos no se quedan atrás, poseyendo sellos vivientes de identidad, con figuras también inolvidables, que nos divierten, sorprenden y hasta nos espantan.
Remitámonos a algunos de estos interesantes humanos que poblaron la urbe de Santo Domingo en la segunda mitad del siglo XX, ya todos vencidos por el tiempo, desaparecidos físicamente, pero aún vívidos en la memoria de los ‘pasados meridiano’
Iniciándonos con Chochueca, un personaje que después de su muerte alcanzó popularidad meteórica en todo el país, gracias a las ingeniosas y graciosas presentaciones televisadas del genial humorista Cuquín Victoria, personificándolo en “Las Predicciones de Chochueca”. No se conoce con certeza la razón de su apodo, pero se cree tuvo uno de estos dos orígenes: Una especie de yaniqueques regordos y algo deformados, para matar el hambre con tan sólo comerse uno, las chochuecas, que se freían y vendían en la década de 1930, y/o, por su manera de reír, a veces destemplando a un lado la boca y su andar calculado, con una ligera parsimonia.
Por toda ocupación y sustento se dedicaba a visitar la casa de las personas fallecidas, justo el mismo día de su deceso, o de su sepelio, para solicitar sus ropas, zapatos y efectos. Su solicitud casi siempre resultaba complacida, por la creencia de muchos deudos de que era conveniente deshacerse de las pertenencias que el difunto usaba en vida. Chochueca tenía también una aguda percepción de las amistades y relacionados de muchos de los habitantes de clase media en la capital y visitaba a los que sabía amigos de un fenecido, para, avisándole de su muerte, recibir alguna propina. En aquellos tiempos la mayoría de las exequias fúnebres se realizaban en el propio hogar del expirado e inexplicablemente Chochueca tenía la rara habilidad de detectar hasta los fallecimientos que ni siquiera aparecían en las páginas necrológicas de los diarios, en cualesquiera de los sectores y barrios del Distrito Nacional. Llegaba invariablemente a pie, con paciencia guardaba silencio un rato, mientras que con ojo clínico escogía la o las personas cercanas que creía más adecuadas y con voz casi siempre profunda y calmada, tras darle sus condolencias, pasaba a solicitar las prendas.
De tez blanca, estatura mediana, contextura algo delgada pero robusta, acostumbraba a caminar ligeramente ladeado, sin tener cojera alguna, con barba al poco afeite y muchas veces usaba una gorra –una cachucha– que se adivina alguna vez tuvo un color claro. Por alguna razón las jóvenes y los niños de la época sentían alguna aprensión cuando le veían acercarse en la calle y procuraban evitarle, sabiendo de su dedicación, observando aspecto tan sombrío, sonrisa extraña y considerándolo una especie de mensajero de la muerte.
Otra inolvidable figura que deambulaba nuestra ciudad por todos los barrios conocidos, desde las villas Francisca, Juana y Consuelo, hasta los barrios San Carlos, San Miguel San Antón, la Zona Colonial y Gascue, lo era Bonilla, apodado “El Loco”. Diferente de Chochueca, este cuasi orate era un atrevido enajenado del que no pocas damas y féminas recibían no sólo ruborizantes y muy atrevidas propuestas y enrojecidos piropos, sino también no autorizados breves y repentinos auscultamientos manuales en sus porciones íntimas de anatomía. Cuentan quienes le conocieron, que Bonilla pertenecía a una familia de gran respeto y decoro y exhibía dotes de alta inteligencia. Tras la muerte de su padre, el Sr. Bonilla, en el Hospital Padre Billini, donde estuvo meses internado y a quien visitaba asiduamente, tal pérdida lo desquició, convirtiéndose en un errante, solitario, descuidado en el vestir e higiene.
Callado, las más de las veces, excepto ante el avistamiento o cercana presencia del sexo femenino, Bonilla no respetaba la presencia de esposos, novios o prometidos, junto a sus parejas, para lanzar a estas, ofensivas insinuaciones o indecentes calificativos. Relata un viejo amigo, que en compañía de su prometida, cerca de la calle Eugenio Perdomo se atrevió a gritarle a ella una obscena blasfemia, a la que el ofendido prometido respondió propinándole una contundente trompada, que lo sacó de conciencia. Por años, cuando veía a Osiris, cruzaba la calle al otro lado y le gritaba -¡Me pegaste!
Aunque tenido por loco, Bonilla no era tal ni tanto, pues sabía my bien, cuando caminaba en plena vía, apartarse de los vehículos que cruzaban a velocidad.
El comandante Chestaro narra jocosamente que durante la revuelta de abril, en la que se encontraba al frente de un comando, justo en los límites de la barrera desmilitarizada, habían fijado una contraseña para aquellos que de noche cruzaban al sector constitucional. Un desconocido, cargando un bulto se presentó tarde en la noche en el punto de entrada que controlaba Chestaro y se le pide la contraseña; al no contestar, se le repitió la solicitud vehementemente -iContraseña o disparamos! En apurada respuesta, olvidó la supuesta locura y aclaró: -¡Soy yo, Bonilla El Loco!
El rostro enseriado y conducta “alitraneada” de Bonilla invitaba a los muchachos, con alguna frecuencia, a llamarlo burlonamente, pero con gran cuidado, precaución y distancia, pues Bonilla era irritable y tenía una prodigiosa capacidad de encontrar y lanzar una piedra casi instantáneamente.
Barajita, anciana mujer delgada, de mediana, mas bien, baja estatura, piel muy negra que recorría las calles y sectores del centro de la ciudad, en peregrinaje por causa nunca bien esclarecida, tal vez fue el personaje más singular e icónico en la juventud de la época, hasta el punto que su apodo se ha conservado por tres generaciones. No se conoce el nombre verdadero de esta dama. Se cree que vivía próximo a la calle Vicente Noble, no muy lejos de la planta eléctrica conocida como El Timbeque. Usaba sombrero femenino, decorado con flores plásticas o pañuelo con algún color moderado y vestido liso que bajaba hasta dos manos por debajo de la rodilla. Su cara presentaba a veces subido maquillaje y pintura. Si se considerara un enjundioso estudio idiosincrático de Santo Domingo, pudiera ser calificada la dama más accesorizada del país. Llevaba aretes colgantes y varios collares de abalorios combinados con gargantillas metálicas de bisutería alrededor de su cuello, nunca llevaba puestos menos de tres; ambos brazos eran decorados y rodeados por numerosas diferentes pulsas, guillos y brazaletes de los más atractivos colores, que contrastaban por su desemejanza, sin atención a combinaciones o hacer juego, tanto anaranjados, verdes, rojos, azules, amarillos, blancos y morados. Entallados, un par de coloridos cintos metálicos y/o plásticos alrededor de su delgado vientre. No como aditamento de apoyo para caminar, sino tal vez con otro ominoso propósito, Barajita portaba en su mano derecha un intimidante palo de escoba con el que perseguía a los muchachos burlones que nos atrevíamos a llamarla y reírnos de su aspecto. Barajita no podía correr ni caminar muy rápido, pero era astuta, sistemática y persistente: resentida, guardaba las burlas y, muchos minutos después de haber recibido algún abucheo de muchachos, pacientemente realizaba un amplio rodeo tras el que, de manera inesperada, aparecía por una calle y desde una dirección en que no era vista, para emprender su ataque, blandiendo su larga vara contra sus provocadores.
Desde el paso de esta peculiar dama por las calles de Santo Domingo su impronta se convirtió permanentemente parte del argot popular. Cuando alguien usa excesivos accesorios o maquillaje, se le dice a ella o se dicen a sí mismas –Me parezco a “Barajita”.
A mediados de los años 50 del pasado siglo, surgió una llamativa estampa de mediana edad. Alto, delgado, tez oscura, invariablemente usaba sombrero bombín o de ala corta y traje oscuro con corbata. Era el Dr. Anamú, que con paso apurado portaba, a veces un maletín u otras, varios libros de respetable espesor debajo de uno de los brazos. El Dr. Anamú ¿médico o abogado? no hablaba, no se detenía en lugar alguno; llevaba siempre prisa en su misterioso recorrido hacia algún imaginario necesitado paciente o cliente en algún inexistente bufete o tribunal. Escuché de niño decir a un conocido que era un universitario que perdió la razón debido a los esfuerzos en sus estudios. Su domicilio era desconocido, pero era más frecuente verlo salir y entrar alrededor de la calle 16 de Agosto, por los lados del callejón Imbert. ¿Su sobrenombre? tal vez por su vestimenta formal, que aún confiriéndole porte de respetabilidad despedía la inconfundible certeza aromática de no haber trabado en años, relación con agua ni jabón.
Su fisonomía inconfundible, que reflejaba retraso mental, con sonrisa en boca permanentemente abierta, tez muy blanca, pelo negro, muy lacio, siempre alborotado, ojos algo saltones, cuerpo un poco rechoncho, jorobado, hombros algo estrechos, fue llamado ´Maco Pempén¨ este ser humano víctima de la naturaleza y de nuestra indiferencia y cruel burla. Niños y hasta adultos, acicateados por su aspecto anormal y alguna semejanza con un sapo, le gritaban su mote despectivamente. En lo personal, siempre sentí simpatía y pena por este personaje, sobre todo por su inocente nobleza que solo respondía con sonrisa a la sorna de la gente. Nunca pude saber más de él, pues en las ocasiones que de niño le veía y quise hablarle, no me entendía y no hablaba bien, no se hacía entender.
El “Capitán” o “Capitán de la Basura”, que vestía atuendo militar, fue una proverbial figura icónica y divertida por sus aprestos marciales, sus llamadas de iatención! y su propia postura rígida que en ocasiones adoptaba. Hablaba con seguridad y se decía capitán de la Fuerzas Armadas. A pesar de sus chifladuras, en plena época del dictador Trujillo, nunca se equivocó y cuando alguien maliciosamente le preguntaba que si era el capitán de Trujillo, contestaba -No, Trujillo es el Jefe y el que manda. Usaba cinturón militar ancho de lona verde y gorra a menudo con la visera doblada hacia arriba, u otra cachucha sin visera. Un accesorio que siempre le acompañaba era su vara-bastón, la cual blandía en varias posiciones, incluyendo algunas de las usadas en los desfiles de ‘baton-ballet’.
Por pintorescos –que no por locos, los enanos de la calle Las Mercedes eran parte del escenario de curiosas figuras que distinguían nuestra capital. Se les veía recorrer varias calles de la Zona Colonial, incluyendo la de El Conde, pero las más de las veces, estos hermanos -Félix, se llamaba el más joven de ellos, ya en la década de los 50 del pasado siglo, con edad medianera, se apostaban en una de las puertas de acceso al desaparecido Jardín Radiante, justo frente a la Plazoleta de Las Mercedes, al lado de la iglesia. Primero, uno de ellos y luego los dos, usaban bastones de buen porte, que parecen haber sido, por su tamaño, elaborados para ellos. Los enanos eran parcos, de rostro serio e intolerantes con los curiosos. Si alguna dama o niño –como fue mi caso, se quedaba mirándolos por más de un segundo, esperaban que en nuestro caminar pasáramos frente a uno de ellos, para levantar su bastón de manera amenazante, mientras lanzaba una interjección de reproche, que lucía más peligrosa subidos en el alto escalón de entrada a la casa.
Me contó mi abuela materna, Zoila García, que aproximadamente por el año 1938, se encontraba de pasadía, paseando por la playa de Boca Chica y al ver a un hermoso niño, que sentado chapoteaba de espaldas las suaves olas, no resistió el impulso de tomarlo, levantarlo y llevarlo a su pecho mientras le hablaba cariñosamente y celebraba la gracia de su figura; volteando hacia ella, un rostro agrio, de adulto, le espetó –Mire, c.. señora, ¡bájeme en seguida, que yo no soy un niño, soy un hombre, atrevida!. Me describió la vergüenza que sintió, al darse cuenta que era uno de los enanos, que luego por tantos años seguiría viendo cuando pasaba por el Jardín Radiante.
Los hospitales y centros públicos psiquiátricos de la capital liberaban periódicamente a sus locos más mansos cuando el espacio o las condiciones económicas resultaban insuficientes. Cualquier buen día, de tiempo en tiempo, se veía el entonces centro de la ciudad y barrios circunvecinos poblarse de hombres y mujeres que exhibían algún tipo de trastorno y se añadían al habitual excéntrico tropel de orates que deambulaban en sus calles o se aposentaban en algún rincón citadino.
Merece a manera de excepción, mención en este recorrido pintoresco capitaleño, un personaje que por varias décadas reinó de manera indiscutible en la ciudad de Higuey: Se trata de S.M. Tarquino Primero, que en ocasiones vestía de blanco, y en otras color kaki: atuendos dignos de su condición real, aunque a veces deslucidos por el uso y abuso. Tarquino iniciaba, en los establecimientos comerciales, en la Basílica de Higuey y en el Hotel Naranjo, con una altisonante real declaración de su más alta condición nobiliaria, llevando invariablemente una especie de sombrero real, que era algo como un kepis militar, color claro, modificado, para que luciera más como un bicornio, colorido cordón oficial, alrededor del hombro derecho, algunas medallas en el pecho y en la mano un cetro, especie de vara con aditamentos de colores rojo y azul. El Primero de los Tarquino, no mancaba en explicar el origen y la legitimidad de su alto título a los clientes del hotel, visitantes de la Basílica y compradores en los comercios. Por supuesto, el Rey Tarquino aceptaba de sus súbditos dádivas, que consideraba impuestos reales
Otros caracteres que formaron parte de la colectividad de excepción –la que confirma la regla; como Pichón de Burro, la vieja “Harina”, el simpático gordo “Clinche”, el tétrico Pelao, que competía con Chochueca en la reclamación de ropa de difuntos –y que parecía un perfecto difunto, también, entre muchos otros, quedan anidados, entre nostalgia y humor en la memoria capitaleña de la segunda mitad del siglo XX.
Muchos personajes, poco espacio. La fenomenología de una ciudad todavía romántica, pueblo grande, generoso, convivía con estos mayormente inofensivos díscolos y trastornados seres, considerándolos de alguna manera parte del entorno humano y mostrando no pocas veces solidaridad con su condición, a pesar de las ocasionales burlas y coreados. Las modernas avenidas y expresos, la circulación desbordante y generalizada del actual Gran Santo Domingo, en hordas de vehículos privados, públicos y metros, las preocupaciones del desordenado gigantismo urbano y la lucha individual por la seguridad y la subsistencia, han ido apartando, impersonalizando a muchos de los orates mansos, que siguen circulando, ahora sin nombres ni señas sociales particulares, por los que la sociedad les identifique y mucho menos les ayude.
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