En estos tiempos leves, escribir con rigor es un oficio casi místico, sobre todo cuando el ocio, vestido de harapos urbanos, reclama su asiento en el trono del arte. La literatura dominicana de hoy, arrimada en un claustro de muy pocos lectores y autores, recibe un arañazo con El manual de la chapiadora, un luminoso aporte de la “cultura del perreo”. El ruido de su publicación ha elevado el morbo público a techos alucinantes, pero también ha desatado la furia de una moral modelada en las pasarelas de las apariencias.
¡Nada de espantos ni de abominaciones! El bestseller, aparte de venderse más que una Presidente en el verano, revela otros encantos y uno de ellos es construir un correlato crítico más rico que su provocador contenido. Si escribirlo supuso un arrojo inconsciente, leerlo es una muestra patética del peso cultural de la “generación de las chapas”: tan liviano como una pluma.
A pesar de ser una estafa, la propuesta nunca tuvo mayores pretensiones que el escándalo; sin embargo, para despecho de ciertos escritores, el público la ha aclamado más que a muchas de sus obras, incluyendo algunas con premios nacionales. Y creo que las sacudidas provocadas por este aspaviento son aleccionadoras porque además de sacudir de sus narcisismos a una elite ensimismada de escritores, nos ubican en el punto exacto para poder apreciar la distancia que separa la fantasía literaria del imaginario popular; un divorcio silencioso de realidades paralelas. Muchos aducirán que una cosa no se relaciona con la otra y que cada producto tiene su público, pero El Manual de la chapiadora no deja de mostrar las asimetrías que dominan el plano cultural.
Leí la obra procurando descifrar el alcance de la osadía, convencido, como en efecto, de que no iba a encontrar nada más provocador que el ruido causado. Soporté la indigestión de su lectura solo para hacer una crítica justa o redimirme del pecado de especular sin base, como es habitual en nuestro medio. Sin embargo, no dejo de admitir que el “chapeo”, como prostitución eufemística, es un nuevo trazo de la identidad urbana que convoca a lecturas de todo cuño. Así, en la estructura de esta “relación transaccional” hay un actor que merece la reivindicación omitida por el libro y que es el sujeto pasivo del negocio: el chapeado. Por puro ocio me permito aprovechar esta onda febril para hacer algunos apuntes.
El chapeado es la víctima consciente del negocio. Sí, porque pocos pueden alegar ser agraviados de buena fe. Dejarse timar en estos tratos es de tontos. De manera que quien consiente la estafa carnal del chapeo lo hace a su cuenta y riesgo.
El chapeado es un estereotipo de rápida identificación. Puede ser una víctima episódica o un proveedor de largas temporadas, conocido entonces como el “templo”, término sugerente del amparo prestado por un mentor, un mecenas o un padrino. En este caso la chapeadora es una amante sin deberes de lealtad a menos que acepte, a cambio del “patrocinio”, comprometer su quebradiza fidelidad mientras dure el acuerdo. Obvio, eso tiene sus costos y condiciones patrimoniales. La mayoría de los templos se ubica entre los cincuenta y cinco y setenta años. Después de esa edad, el chapeo debiera calificarse como una dominación de lesa humanidad. La edad no siempre es factor de riesgo, pero sí una condición sensible.
Los chapeados más vulnerables son generalmente hombres de riqueza tardía o sujetos adinerados que entran en la “crisis del sexto piso”. Llamo así al trance sicológico que experimentan ciertos hombres en el umbral de su vejez, tipificado por algunos trastornos de identidad tales como resistencia a aceptar los cambios de la madurez, sensación de pérdida y vacío emocionales, quiebres existenciales que lo confrontan con la futilidad de la vida, necesidad de confirmarse en su estima y compulsión a las experiencias no vividas o a intensificar las disfrutadas. Esta crisis a veces asume ribetes neuróticos causados por algunas fobias y manías, como la adicción a los tintes e implantes capilares, a los tratamientos faciales, a las cirugías estéticas, al uso adictivo de marcas exclusivas y, obvio, a la tecnología digital para poder estar mise à jour o a la par con sus tigueritas millennials o de la generación X. Es la recreación de la adolescencia en las mismas puertas de la vejez.
El templo es el viejo todavía “duro” que rescata la fascinación por los autos deportivos, los yates, las bohemias y los lujos caros. Es el hombre del trato exquisito y las buenas apariencias; un conquistador avezado y narcisista, un seductor porfiado que camina vendado bajo las “50 sombras de Grey”.
En su psiquis se asume como un hombre pleno con la ventaja sobradamente ganada para competir con cualquier buen mozo sin su fortuna. Imaginarse que la edad no es una barrera para gozarse a una hembra de cualquier talla es para el templo una de las experiencias más apasionantes; por eso algunos son tan o más promiscuos que las propias chapeadoras. Es más, disfrutan ver a sus compañeras con sus novios y sentirse dominantes en su vida por el peso de sus pesos. Saber que comparte la misma muchacha es sutilmente provocador.
El templo es un hombre que ha apostado todo a su realización material y que arrastra hondas inseguridades. Lo que tiene de éxito le falta de madurez. Precisa de un monumento joven para exhibirlo como premio a su historia en un mundo que celebra el éxito plástico y se rinde al modelo triunfador. Ese machismo burgués en una sociedad decadente toma cada vez más espacio y, peor aún, tolerancia social. Los templos más respetados por su elitismo son los banqueros, dueños de grandes medios, publicistas, empresarios del espectáculo y hombres de negocios. Los políticos, por su exposición pública, hacen tratos bajo líneas confidenciales. Sin embargo, los hay que no resisten el tormento de guardar el secreto de haberse “dado” a una hembrota del medio y terminan dejados y sin matrimonio; otras veces, atados a una paternidad inesperada. Lo vulgar es que estos “templos oficiales” usan las oportunidades y fondos del Estado para sustentar sus chapeos con nominillas, “asesorías” o contrataciones. El plantel de chapeadoras públicas es enorme y están adscritas a los despachos más altos. Pensar que nuestros tributos pueden caer en los bolsillos de un cirujano plástico es para sobrecogerse. Pese a eso, la opinión de algunas chapeadoras es que los funcionarios son carne rancia que empacha por su “chopería” o que desmeritan el oficio. ¡Perdón!
Por JOSÉ LUIS TAVERAS
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