Mi entrada a la publicidad, hace ya 19 años, ha sido desde el primer momento hasta el día de hoy, una constante búsqueda de reconciliar posiciones encontradas y quizás por el hecho mismo de no haber sido formado en una escuela publicitaria, cuestionar el rol de la publicidad en las sociedades modernas y su relación con el individuo.
La publicidad es atractiva: utiliza recursos artísticos para contar historias, presentar situaciones divertidas y maximizar las ventas de las empresa que la utilizan. Además, estamos tan expuestos a la publicidad, que todos sentimos que somos expertos de alguna manera. La publicidad es atractiva porque simplifica y maquilla la realidad, sin embargo, con la proliferación de los medios masivos durante el siglo XX y el nuevo reinado de la cultura popular sobre todos los aspectos de la condición humana, la publicidad asumió, quizás sin darse cuenta, el nuevo papel de proyector cultural, desde donde puede (¿podía?) reforzar comportamientos y actitudes impactando directamente la estructura misma de la sociedad.
Pero a pesar de tener el poder de influenciar la cultura de manera positiva, como en algunos casos ha hecho, no ha sabido salirse de sí misma y comprender esa cultura ni esas sociedades con la cual pretende interactuar, sino que las observa como si se tratara de planetas lejanos. Siempre he visto a los creativos publicitarios, salvo excepciones, como personas con grandes dones y talentos que no han descubierto el propósito de los mismos; seres a los cuales les fueron otorgadas alas que sólo utilizan para hacer delivery de comida rápida. Además, creo que muchas personas le asignan a las agencias de y los creativos publicitarios más inteligencia y poder de que el que en realidad tienen, transfiriendo así el poder del usuario a las marcas y justificando los errores de estos como “estrategias secretas que no logramos comprender”.
La filósofa Hannah Arendt afirma que “siempre que se trate la relevancia del habla, este será un asunto político por definición, ya que es el habla lo que hace al hombre un ente político.” (La condición humana p3). Si esto es así, de lo cual estoy convencido, entonces la publicidad también, desde su intención de proponer y comunicar, es una herramienta política. No digo que la publicidad pueda ser política por la naturaleza del cliente, sino que siempre lo es por su naturaleza misma y que, potencialmente, esta es su mayor fortaleza. Si lográramos revisar el rol que como industria queremos y podemos jugar en la construcción de sociedades, entendiendo el poder político de la publicidad y a su vez el deber de la política con la cultura, también veríamos que el peligro radica en el diseño de la industria y sus estructuras internas que alimentan la vanidad desmedida, promueven la astucia como la virtud máxima, muchas veces en contra del bienestar de las personas, fomentando y perpetuando estereotipos y paradigmas tóxicos, y que cada vez más se sufre del síndrome de auto-referencia, bajo el cual, en vez de utilizar la publicidad como otra herramienta para construir modelos socioculturales y potenciar el rol de los individuos en dicho fin, se convence a sí misma de que las sociedades y las culturas son como la publicidad las presenta, o sea, como una caricatura estereotipada.
En los últimos años hemos visto casos en ambos extremos del espectro: algunos como los de Nike y Patagonia donde las marcas asumen posiciones políticas porque entienden que pueden y deben usar su poder e influencia para el beneficio de las sociedades actuales y futuras, además del impacto positivo que hacer esto tiene en sus negocios, y otros como el reciente caso de Brahma en Argentina y algunos casos de marcas locales, se muestra una desconexión absoluta con el sentir de las personas y se evidencia que:
a) La astucia de la creatividad publicitaria abusa de su poder y no conoce su verdadero propósito.
b) Existe un gigante abismo cultural entre marcas y personas.
A esta incapacidad de entender que las personas son mucho más que máquinas de producción y consumo y que la realidad y la publicidad están cada vez más lejos debido a nuestra incomprensión del oficio, le llamaremos “sordera social”.
Reconociendo la grosera sobre-simplificación de este análisis y comprendiéndolo como punto de partida en una discusión mucho más extensa, profunda y compleja, planteo tres máximas para redefinir el rol de la publicidad en la sociedad moderna y vencer la sordera social que todavía existe en la gran mayoría de avisos publicitarios:
1. Toda campaña, por definición, es política: Ya hemos hablado de esto anteriormente. Si comprendemos que toda publicidad es política y por tanto, además de su rol comercial, posee por diseño un rol político, podremos tener una visión más nítida de su relación con los usuarios, con la cultura y su influencia en ambos.
2. No son consumidores, son personas: Esto parecería ser una conclusión sencilla y directa, pero lamentablemente no lo es. El lenguaje publicitario despersonaliza a los individuos y los convierte en artefactos de consumo, otorgándole a los publicistas una falsa percepción de poder que no se cuestiona ni se reta en los salones de conferencia ni los briefs ni los focus groups, sino que, por conveniencia y por hábito, se termina aceptando como indiscutible. Si todo el mundo actuara todo el tiempo, como presentamos a las personas en las campañas, ¿tendríamos una mejor sociedad? En esta versión del imperativo categórico de Kant, sólo los trabajos que logren una afirmación rotunda deberían hacerse públicos.
3. Los estereotipos han caducado: Es difícil imaginar una práctica que haya hecho más para perpetuar los estereotipos que la publicidad. Desde la definición de la masculinidad y la feminidad, los límites y aspiraciones de las clases sociales, la presión social y la exageración de los miedos y ansiedades, la publicidad ha sabido, con toda su astucia y poder mediático, fortalecer estereotipos perjudiciales para la construcción de sociedades más justas. Frente a una generación que comienza a cuestionar antiguos paradigmas, la publicidad tradicional ha recurrido al oportunismo como una máscara, sin reflexionar sobre los profundos cambios a los que se enfrenta.
Desde la comunicación comercial, término que me parece más apropiado para definir el ejercicio publicitario, tenemos el deber de cuestionar el impacto de nuestro oficio, sobre todo en un momento histórico donde las personas prefieren pagar para no tener que ver avisos, donde las nuevas generaciones se cuestionan las decisiones que hemos tomado colectivamente en el diseño de los sistemas actuales.
Si tenemos alas, que también sirvan para ayudar a que otros vuelen.
Por Mario Dávalos
La publicidad es atractiva: utiliza recursos artísticos para contar historias, presentar situaciones divertidas y maximizar las ventas de las empresa que la utilizan. Además, estamos tan expuestos a la publicidad, que todos sentimos que somos expertos de alguna manera. La publicidad es atractiva porque simplifica y maquilla la realidad, sin embargo, con la proliferación de los medios masivos durante el siglo XX y el nuevo reinado de la cultura popular sobre todos los aspectos de la condición humana, la publicidad asumió, quizás sin darse cuenta, el nuevo papel de proyector cultural, desde donde puede (¿podía?) reforzar comportamientos y actitudes impactando directamente la estructura misma de la sociedad.
Pero a pesar de tener el poder de influenciar la cultura de manera positiva, como en algunos casos ha hecho, no ha sabido salirse de sí misma y comprender esa cultura ni esas sociedades con la cual pretende interactuar, sino que las observa como si se tratara de planetas lejanos. Siempre he visto a los creativos publicitarios, salvo excepciones, como personas con grandes dones y talentos que no han descubierto el propósito de los mismos; seres a los cuales les fueron otorgadas alas que sólo utilizan para hacer delivery de comida rápida. Además, creo que muchas personas le asignan a las agencias de y los creativos publicitarios más inteligencia y poder de que el que en realidad tienen, transfiriendo así el poder del usuario a las marcas y justificando los errores de estos como “estrategias secretas que no logramos comprender”.
La filósofa Hannah Arendt afirma que “siempre que se trate la relevancia del habla, este será un asunto político por definición, ya que es el habla lo que hace al hombre un ente político.” (La condición humana p3). Si esto es así, de lo cual estoy convencido, entonces la publicidad también, desde su intención de proponer y comunicar, es una herramienta política. No digo que la publicidad pueda ser política por la naturaleza del cliente, sino que siempre lo es por su naturaleza misma y que, potencialmente, esta es su mayor fortaleza. Si lográramos revisar el rol que como industria queremos y podemos jugar en la construcción de sociedades, entendiendo el poder político de la publicidad y a su vez el deber de la política con la cultura, también veríamos que el peligro radica en el diseño de la industria y sus estructuras internas que alimentan la vanidad desmedida, promueven la astucia como la virtud máxima, muchas veces en contra del bienestar de las personas, fomentando y perpetuando estereotipos y paradigmas tóxicos, y que cada vez más se sufre del síndrome de auto-referencia, bajo el cual, en vez de utilizar la publicidad como otra herramienta para construir modelos socioculturales y potenciar el rol de los individuos en dicho fin, se convence a sí misma de que las sociedades y las culturas son como la publicidad las presenta, o sea, como una caricatura estereotipada.
En los últimos años hemos visto casos en ambos extremos del espectro: algunos como los de Nike y Patagonia donde las marcas asumen posiciones políticas porque entienden que pueden y deben usar su poder e influencia para el beneficio de las sociedades actuales y futuras, además del impacto positivo que hacer esto tiene en sus negocios, y otros como el reciente caso de Brahma en Argentina y algunos casos de marcas locales, se muestra una desconexión absoluta con el sentir de las personas y se evidencia que:
a) La astucia de la creatividad publicitaria abusa de su poder y no conoce su verdadero propósito.
b) Existe un gigante abismo cultural entre marcas y personas.
A esta incapacidad de entender que las personas son mucho más que máquinas de producción y consumo y que la realidad y la publicidad están cada vez más lejos debido a nuestra incomprensión del oficio, le llamaremos “sordera social”.
Reconociendo la grosera sobre-simplificación de este análisis y comprendiéndolo como punto de partida en una discusión mucho más extensa, profunda y compleja, planteo tres máximas para redefinir el rol de la publicidad en la sociedad moderna y vencer la sordera social que todavía existe en la gran mayoría de avisos publicitarios:
1. Toda campaña, por definición, es política: Ya hemos hablado de esto anteriormente. Si comprendemos que toda publicidad es política y por tanto, además de su rol comercial, posee por diseño un rol político, podremos tener una visión más nítida de su relación con los usuarios, con la cultura y su influencia en ambos.
2. No son consumidores, son personas: Esto parecería ser una conclusión sencilla y directa, pero lamentablemente no lo es. El lenguaje publicitario despersonaliza a los individuos y los convierte en artefactos de consumo, otorgándole a los publicistas una falsa percepción de poder que no se cuestiona ni se reta en los salones de conferencia ni los briefs ni los focus groups, sino que, por conveniencia y por hábito, se termina aceptando como indiscutible. Si todo el mundo actuara todo el tiempo, como presentamos a las personas en las campañas, ¿tendríamos una mejor sociedad? En esta versión del imperativo categórico de Kant, sólo los trabajos que logren una afirmación rotunda deberían hacerse públicos.
3. Los estereotipos han caducado: Es difícil imaginar una práctica que haya hecho más para perpetuar los estereotipos que la publicidad. Desde la definición de la masculinidad y la feminidad, los límites y aspiraciones de las clases sociales, la presión social y la exageración de los miedos y ansiedades, la publicidad ha sabido, con toda su astucia y poder mediático, fortalecer estereotipos perjudiciales para la construcción de sociedades más justas. Frente a una generación que comienza a cuestionar antiguos paradigmas, la publicidad tradicional ha recurrido al oportunismo como una máscara, sin reflexionar sobre los profundos cambios a los que se enfrenta.
Desde la comunicación comercial, término que me parece más apropiado para definir el ejercicio publicitario, tenemos el deber de cuestionar el impacto de nuestro oficio, sobre todo en un momento histórico donde las personas prefieren pagar para no tener que ver avisos, donde las nuevas generaciones se cuestionan las decisiones que hemos tomado colectivamente en el diseño de los sistemas actuales.
Si tenemos alas, que también sirvan para ayudar a que otros vuelen.
Por Mario Dávalos
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