Empuñaba el lápiz a corta distancia de su afinada punta para que sus trazos se afirmaran seguros. Las letras casi perforaban el fino papel. Las delineaba una a una como si no fueran parte de una misma palabra. Mi empeño era tal que un ensayo de quinientos caracteres —como se diría hoy en el lenguaje Word— me consumía casi dos horas de labor artesanal. Hacía un borrador que luego copiaba sobre “el lienzo”, como le llamaba a la “hoja limpia” donde dibujaba el texto.
Mi caligrafía era célebre en la escuela. Algunos maestros me pedían los cuadernos con el pretexto de saber dónde dejaron las lecciones. La intención era obvia y todos la suponían. Paseaban las manos por sus hojas como cuando se acaricia un tapiz sedoso. Sus miradas relumbraban, pero sin mostrar ninguna emoción para que nadie percibiera ni un destello de su callada admiración. “Así ¿quién no escribe bonito?: dibujando las letras”, murmuraban, recelosos, mis compañeros. En ocasiones me desafiaban a tomar dictados para probar la inutilidad de mi lento “arte”. Nunca acepté el duelo; siempre fui presumido. “El dibujaletras” era el mote con el que desdeñosamente me llamaban en el sexto grado de la primaria.
Con el tiempo le saqué dinero a una destreza que los apuros convirtieron en un temprano oficio. A los quince años ya cobraba diez centavos por cada nombre que estampaba en los diplomas. Las cátedras universitarias, sin embargo, me obligaron a la rápida escritura, esa que nunca pude dominar. Pasé trabajo, pero sospechaba que detrás de esa carencia dormía una oportunidad; tal intuición tiene hoy raíces de convicción y me sostiene en cada caída de vida. Así, como no podía copiar dictados, me ejercité en resumir ideas. A mi tarda escritura le debo la pericia para esquematizar rápidamente el pensamiento. Ordeno la estructura básica de mis juicios; las palabras discurren con liviana libertad. Me permito desbordamientos repentinos para darle vigor y color al relato, pero siempre sobre esos cauces de ordenación racional.
Nunca deserté de mi devoción por la caligrafía. En la juventud coseché suspiros con mis galanteos gráficos. Mis cartas derribaron duras resistencias sentimentales; sus letras no solo eran vanidosas, también sutilmente filosas. Y es que armaba un entendimiento instintivo entre sus uniformes siluetas y la textura del papel. Eran elementos del mismo relato que, con el manejo de las ideas, prendían una combustión de vivas pasiones. Así, los signos y el texto respiraban los matices y aromas del papel: servilleta, cartón, timbrado, hoja limpia o lineada. Cada forma y color transportaban una emoción distinta. Lo hacía de forma estéticamente alevosa, como quien acecha detrás de un muro el golpe final o la caída mortal.
Hace unas semanas quise escribir una carta. Dispuse los dedos para sujetar el lápiz como cuando tallaba mi vieja caligrafía. Me esforzaba una y otra vez, pero fue inútil. No pude. Los trazos salieron trémulos, pesados y deformes, como cuando un analfabeto apura torpemente las tres equis de su firma en un papel notarial. Se me olvidó escribir.
Lo que salió me hizo vivir la sensación del final, esa que asalta a un viejo cantante cuando intenta desacatar la sentencia del tiempo con su voz cansada, carrasposa y extraviada. ¡Qué frustración! Maldije al teclado, al WhatsApp y a las redes sociales. “Nos venció el confort”, me dije. Vivimos el autoengaño. Hemos conectado nuestras cómodas soledades a unas redes pobladas de vacíos, de imágenes sin espíritus, de afectos gráficos envasados en caritas amarillas. Esas cartas de ayer, templadas en la hoguera de las efusiones, se evaporaron sin una precisa despedida en el tiempo. Despertamos a la era de los circuitos, las aplicaciones, los chips y la data instantánea. Habitamos en el mundo de los apegos digitales bajo la dinastía de los emojis, coleccionando amigos sin historias y repertorios de “me gusta” para sentir que valemos.
Cuánto extraño recibir una carta arrugada de historia o manchada de vida. Descifrar el correlato de sus trazos: esa crónica paralela que contaban secretamente sus letras cansadas o altivas. Cómo abandonar así tan ligeramente la emoción que avivaba su aroma a intimidad, a secreto añejado o a abrigo compartido, o perder su aliento a noches insomnes, a libros polvorientos o a viejas lejanías. “Nadie es más solitario que aquel que nunca ha recibido una carta”, escribía Elias Canetti. Cuánto hemos perdido ganando las gratificaciones de la tecnología. En sus formatos abiertos, las conversaciones son interacciones y las relaciones contactos.
Nos hemos olvidado de escribir; silenciamos la voz de nuestros dedos; perdimos los circuitos emocionales que conectaban los puños al corazón y la fuerza de los dedos a las pulsaciones del alma. Vivimos el frenesí de la prisa, la agitación de la urgencia, el sentido utilitario del intercambio, la cercanía remota, el lenguaje estándar y prefabricado. Las letras perdieron identidad, pasado y espíritu. El ordenador tendió las cercas, el Word nos hizo manada y las redes comarcas.
Por José Luis Taveras
Mi caligrafía era célebre en la escuela. Algunos maestros me pedían los cuadernos con el pretexto de saber dónde dejaron las lecciones. La intención era obvia y todos la suponían. Paseaban las manos por sus hojas como cuando se acaricia un tapiz sedoso. Sus miradas relumbraban, pero sin mostrar ninguna emoción para que nadie percibiera ni un destello de su callada admiración. “Así ¿quién no escribe bonito?: dibujando las letras”, murmuraban, recelosos, mis compañeros. En ocasiones me desafiaban a tomar dictados para probar la inutilidad de mi lento “arte”. Nunca acepté el duelo; siempre fui presumido. “El dibujaletras” era el mote con el que desdeñosamente me llamaban en el sexto grado de la primaria.
Con el tiempo le saqué dinero a una destreza que los apuros convirtieron en un temprano oficio. A los quince años ya cobraba diez centavos por cada nombre que estampaba en los diplomas. Las cátedras universitarias, sin embargo, me obligaron a la rápida escritura, esa que nunca pude dominar. Pasé trabajo, pero sospechaba que detrás de esa carencia dormía una oportunidad; tal intuición tiene hoy raíces de convicción y me sostiene en cada caída de vida. Así, como no podía copiar dictados, me ejercité en resumir ideas. A mi tarda escritura le debo la pericia para esquematizar rápidamente el pensamiento. Ordeno la estructura básica de mis juicios; las palabras discurren con liviana libertad. Me permito desbordamientos repentinos para darle vigor y color al relato, pero siempre sobre esos cauces de ordenación racional.
Nunca deserté de mi devoción por la caligrafía. En la juventud coseché suspiros con mis galanteos gráficos. Mis cartas derribaron duras resistencias sentimentales; sus letras no solo eran vanidosas, también sutilmente filosas. Y es que armaba un entendimiento instintivo entre sus uniformes siluetas y la textura del papel. Eran elementos del mismo relato que, con el manejo de las ideas, prendían una combustión de vivas pasiones. Así, los signos y el texto respiraban los matices y aromas del papel: servilleta, cartón, timbrado, hoja limpia o lineada. Cada forma y color transportaban una emoción distinta. Lo hacía de forma estéticamente alevosa, como quien acecha detrás de un muro el golpe final o la caída mortal.
Hace unas semanas quise escribir una carta. Dispuse los dedos para sujetar el lápiz como cuando tallaba mi vieja caligrafía. Me esforzaba una y otra vez, pero fue inútil. No pude. Los trazos salieron trémulos, pesados y deformes, como cuando un analfabeto apura torpemente las tres equis de su firma en un papel notarial. Se me olvidó escribir.
Lo que salió me hizo vivir la sensación del final, esa que asalta a un viejo cantante cuando intenta desacatar la sentencia del tiempo con su voz cansada, carrasposa y extraviada. ¡Qué frustración! Maldije al teclado, al WhatsApp y a las redes sociales. “Nos venció el confort”, me dije. Vivimos el autoengaño. Hemos conectado nuestras cómodas soledades a unas redes pobladas de vacíos, de imágenes sin espíritus, de afectos gráficos envasados en caritas amarillas. Esas cartas de ayer, templadas en la hoguera de las efusiones, se evaporaron sin una precisa despedida en el tiempo. Despertamos a la era de los circuitos, las aplicaciones, los chips y la data instantánea. Habitamos en el mundo de los apegos digitales bajo la dinastía de los emojis, coleccionando amigos sin historias y repertorios de “me gusta” para sentir que valemos.
Cuánto extraño recibir una carta arrugada de historia o manchada de vida. Descifrar el correlato de sus trazos: esa crónica paralela que contaban secretamente sus letras cansadas o altivas. Cómo abandonar así tan ligeramente la emoción que avivaba su aroma a intimidad, a secreto añejado o a abrigo compartido, o perder su aliento a noches insomnes, a libros polvorientos o a viejas lejanías. “Nadie es más solitario que aquel que nunca ha recibido una carta”, escribía Elias Canetti. Cuánto hemos perdido ganando las gratificaciones de la tecnología. En sus formatos abiertos, las conversaciones son interacciones y las relaciones contactos.
Nos hemos olvidado de escribir; silenciamos la voz de nuestros dedos; perdimos los circuitos emocionales que conectaban los puños al corazón y la fuerza de los dedos a las pulsaciones del alma. Vivimos el frenesí de la prisa, la agitación de la urgencia, el sentido utilitario del intercambio, la cercanía remota, el lenguaje estándar y prefabricado. Las letras perdieron identidad, pasado y espíritu. El ordenador tendió las cercas, el Word nos hizo manada y las redes comarcas.
Por José Luis Taveras
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