De cuando en vez ojeaba los últimos títulos editoriales en español a ver si tropezaba con una edición en nuestro incomparable idioma de la impresionante biografía de Simón Bolívar escrita en inglés por la periodista peruana Marie Arana. Finalmente, la encontré en los umbrales de este 2020, siete años después de la publicación original, traducida como Bolívar: Libertador de América. Se trata de un recorrido literario afanoso, inquietante y didáctico, por toda la vida, batallas, amores, desamores y controversias del héroe americano por antonomasia.
Con autoridad de exploradora académica acreditada, atinado sentido político y erudición envidiable, la crítica de libros at large del Washington Post, directora literaria de la Biblioteca del Congreso y novelista reputada, construye la semblanza y circunstancias de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco en el contexto americano y europeo y, sin proponérselo –concluye este atrevido escribano–, desdice de quienes destinan Cien años de soledad al anaquel de las obras de ficción. Nuestro continente es Macondo; y la lucha por la independencia en esta parte del mundo, la historia reciente con su retahíla inacabable de caudillos, dictadores, políticos y figuras públicas, constituyen un retablo de ese realismo mágico que en modo alguno pertenece exclusivamente al ámbito de la literatura.
La historia dominicana también recoge episodios rayanos en la ficción. Hay todo un inventario de entuertos, heroicidades y acontecimientos rocambolescos que alimentan una tradición oral y escrita resistente al calendario. Sobran las anécdotas risibles o penosas sobre las dictaduras de Lilís y Trujillo, por ejemplo, y las contiendas posindependencia. Mi personaje favorito es el general Eusebio Puello, negro, condenado por complotar para exterminar a los blancos en los años después de febrero de 1844, luego alto oficial del ejército español de la Restauración y más tarde comandante de las tropas realistas en Cuba.
Con motivo de la guerra con los haitianos y de incursiones enemigas en las costas dominicanas, el presidente Pedro Santana encomendó a Puello la tarea de contrarrestar esos ataques con la siguiente orden: “Si Vd (sic) es atacado por los corsarios enemigos y Vd ve que va a caer en su poder, le ordeno que se vaya a pique con todo, que yo me haré cargo de su familia. Lo he escogido a Vd porque tengo la seguridad de que cumple fielmente mis instrucciones”.
En Santa Marta, a donde le llegó el final de su vida y, poco antes, de sus sueños y glorias, un español acaudalado acogió a Bolívar en su hacienda. El héroe de la Campaña Admirable, quien había advertido en un decreto a los españoles y canarios en Venezuela que contaran “con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América”, y ordenado a Juan Bautista Arismendi la ejecución de 886 prisioneros desarmados, terminó sus días amparado en la hospitalidad de un peninsular, sin dinero para pagar al médico francés que lo atendía, impedido de ingresar al territorio patrio por disposición de uno de sus aliados militares más importantes y a la sazón presidente en Caracas, José Antonio Páez.
Así son nuestros héroes, de carne y hueso, destinados como cualquier otro humano a pasto de gusanos a menos que la ingratitud de sus generaciones y el fuego, no del infierno sino de la incineración, los releguen a cenizas. Nacieron, crecieron, vivieron y murieron bajo el signo de las contradicciones, hijos legítimos de un Macondo que persiste en el tiempo y que la modernidad y posmodernidad no han logrado borrar. Sirve de arquetipo ese Bolívar que Arana rediseña, apartado de la elegía oficial, reducido a su propia verdad que al mismo tiempo es ficción. Es una biografía sin complacencias, corajuda, impecablemente escrita en inglés que es la versión que conozco, y que deberían leer todos los interesados en el devenir histórico de nuestra América. En el relato, merecedor de críticas muy favorables y que obtuvo el Book Prize del periódico Los Angeles Times en el apartado de biografía en el 2014, emerge un Bolívar héroe y villano a la vez, protagonista y víctima de sus propias contradicciones. A 200 años de las independencias sudamericanas, esta biografía mantiene una relevancia sorprendente.
El Libertador, el portavoz de la libertad y democracia desde el norte al sur, del este al oeste de la América Latina, retrasó casi una semana la expedición militar que organizaba con la ayuda de Pétion, en Haití, a la espera de que llegaran las faldas ansiadas de Josefina –Pepita– Machado, su amante de entonces. Los oficiales alemanes y británicos, soldados de fortuna que participaban en la aventura militar financiada por un Haití empobrecido a causa de su propia guerra de independencia, desconocían las pasiones macondianas de estos terrenos. Lo suyo era otra realidad, no menos dura, matizada por las guerras napoleónicas y el fracaso de la Gran Armada. Desconcertados, amenazaron con abandonar los barcos anclados a la espera de la mantuana caraqueña. Solo el poder de convencimiento del almirante Luis Brión impidió la deserción provocada por otra causa, para Bolívar comparable en nobleza y urgencia con la gesta liberadora: los favores de una hembra que lo tenían desquiciado por el tiempo largo que mediaba desde el último ayuntamiento carnal.
Las pinceladas sobre José Tomás Boves en Bolívar: Libertador de América refuerzan las que ya tenía por Boves, El Urugallo, parte de la trilogía fascinante de Herrera Luque. Acomodado a conveniencia bajo la enseña española o sus propios intereses y delirios, este caudillo huido de la ficción unió a pardos, indios, negros y mestizos en una acometida sangrienta contra toda autoridad. O’Leary, el asistente de Bolívar citado por Arana, narra que “de todos los monstruos producidos por la revolución... Boves fue el peor”. La autora juzga: “Fue un bárbaro de proporciones épicas, un Atila de las Américas...” Sus llaneros, explica, eran jinetes consumados y solo comían carne que ataban en los flancos de sus monturas y curaba el sudor de los animales cuando galopaban. Por donde pasaban sus caballos, tampoco crecía la yerba. Tenían licencia para matar, incendiar, violar y robar. Su propósito apocalíptico buscaba borrar a los criollos de la faz americana, y faltó poco para que lo lograran.
La abolición de la esclavitud, como principio y estrategia en la guerra contra los peninsulares, figuraba como piedra en las botas de los independentistas. Francisco Miranda, por ejemplo, favorecía abolir la esclavitud y había buscado antes que Bolívar el apoyo haitiano aunque temía que la revolución degenerara en un conflicto racial con la repetición de la barbarie acaecida en La Española. Pétion apoyó decididamente a Bolívar en dos oportunidades. Sin embargo, El Libertador impartió instrucciones precisas para que Haití no fuese invitado al Congreso Anfictiónico que convocó en Panamá, en 1826. Fue el único país excluido entre todos los que habían alcanzado la libertad para ese entonces en el Continente, con los Estados Unidos a la cabeza pese a que sus delegados llegaron tarde.
Como humano, nada le fue ajeno. Hurgando nuevamente en las páginas de la biografía escrita por Arana, me convenzo una vez más de cuán compleja era la personalidad de El Libertador. De su increíble capacidad física pese a que era un hombre menudo. Imaginar el porqué sus compañeros en armas lo apodaron “ “Culo de Hierro”, enciende la admiración: recorrió a caballo alrededor de 120.000 kilómetros en sus afanes liberadores que lo llevaron por toda la geografía de seis países de la América del Sur.
Por Aníbal de Castro
Con autoridad de exploradora académica acreditada, atinado sentido político y erudición envidiable, la crítica de libros at large del Washington Post, directora literaria de la Biblioteca del Congreso y novelista reputada, construye la semblanza y circunstancias de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco en el contexto americano y europeo y, sin proponérselo –concluye este atrevido escribano–, desdice de quienes destinan Cien años de soledad al anaquel de las obras de ficción. Nuestro continente es Macondo; y la lucha por la independencia en esta parte del mundo, la historia reciente con su retahíla inacabable de caudillos, dictadores, políticos y figuras públicas, constituyen un retablo de ese realismo mágico que en modo alguno pertenece exclusivamente al ámbito de la literatura.
La historia dominicana también recoge episodios rayanos en la ficción. Hay todo un inventario de entuertos, heroicidades y acontecimientos rocambolescos que alimentan una tradición oral y escrita resistente al calendario. Sobran las anécdotas risibles o penosas sobre las dictaduras de Lilís y Trujillo, por ejemplo, y las contiendas posindependencia. Mi personaje favorito es el general Eusebio Puello, negro, condenado por complotar para exterminar a los blancos en los años después de febrero de 1844, luego alto oficial del ejército español de la Restauración y más tarde comandante de las tropas realistas en Cuba.
Con motivo de la guerra con los haitianos y de incursiones enemigas en las costas dominicanas, el presidente Pedro Santana encomendó a Puello la tarea de contrarrestar esos ataques con la siguiente orden: “Si Vd (sic) es atacado por los corsarios enemigos y Vd ve que va a caer en su poder, le ordeno que se vaya a pique con todo, que yo me haré cargo de su familia. Lo he escogido a Vd porque tengo la seguridad de que cumple fielmente mis instrucciones”.
En Santa Marta, a donde le llegó el final de su vida y, poco antes, de sus sueños y glorias, un español acaudalado acogió a Bolívar en su hacienda. El héroe de la Campaña Admirable, quien había advertido en un decreto a los españoles y canarios en Venezuela que contaran “con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América”, y ordenado a Juan Bautista Arismendi la ejecución de 886 prisioneros desarmados, terminó sus días amparado en la hospitalidad de un peninsular, sin dinero para pagar al médico francés que lo atendía, impedido de ingresar al territorio patrio por disposición de uno de sus aliados militares más importantes y a la sazón presidente en Caracas, José Antonio Páez.
Así son nuestros héroes, de carne y hueso, destinados como cualquier otro humano a pasto de gusanos a menos que la ingratitud de sus generaciones y el fuego, no del infierno sino de la incineración, los releguen a cenizas. Nacieron, crecieron, vivieron y murieron bajo el signo de las contradicciones, hijos legítimos de un Macondo que persiste en el tiempo y que la modernidad y posmodernidad no han logrado borrar. Sirve de arquetipo ese Bolívar que Arana rediseña, apartado de la elegía oficial, reducido a su propia verdad que al mismo tiempo es ficción. Es una biografía sin complacencias, corajuda, impecablemente escrita en inglés que es la versión que conozco, y que deberían leer todos los interesados en el devenir histórico de nuestra América. En el relato, merecedor de críticas muy favorables y que obtuvo el Book Prize del periódico Los Angeles Times en el apartado de biografía en el 2014, emerge un Bolívar héroe y villano a la vez, protagonista y víctima de sus propias contradicciones. A 200 años de las independencias sudamericanas, esta biografía mantiene una relevancia sorprendente.
El Libertador, el portavoz de la libertad y democracia desde el norte al sur, del este al oeste de la América Latina, retrasó casi una semana la expedición militar que organizaba con la ayuda de Pétion, en Haití, a la espera de que llegaran las faldas ansiadas de Josefina –Pepita– Machado, su amante de entonces. Los oficiales alemanes y británicos, soldados de fortuna que participaban en la aventura militar financiada por un Haití empobrecido a causa de su propia guerra de independencia, desconocían las pasiones macondianas de estos terrenos. Lo suyo era otra realidad, no menos dura, matizada por las guerras napoleónicas y el fracaso de la Gran Armada. Desconcertados, amenazaron con abandonar los barcos anclados a la espera de la mantuana caraqueña. Solo el poder de convencimiento del almirante Luis Brión impidió la deserción provocada por otra causa, para Bolívar comparable en nobleza y urgencia con la gesta liberadora: los favores de una hembra que lo tenían desquiciado por el tiempo largo que mediaba desde el último ayuntamiento carnal.
Las pinceladas sobre José Tomás Boves en Bolívar: Libertador de América refuerzan las que ya tenía por Boves, El Urugallo, parte de la trilogía fascinante de Herrera Luque. Acomodado a conveniencia bajo la enseña española o sus propios intereses y delirios, este caudillo huido de la ficción unió a pardos, indios, negros y mestizos en una acometida sangrienta contra toda autoridad. O’Leary, el asistente de Bolívar citado por Arana, narra que “de todos los monstruos producidos por la revolución... Boves fue el peor”. La autora juzga: “Fue un bárbaro de proporciones épicas, un Atila de las Américas...” Sus llaneros, explica, eran jinetes consumados y solo comían carne que ataban en los flancos de sus monturas y curaba el sudor de los animales cuando galopaban. Por donde pasaban sus caballos, tampoco crecía la yerba. Tenían licencia para matar, incendiar, violar y robar. Su propósito apocalíptico buscaba borrar a los criollos de la faz americana, y faltó poco para que lo lograran.
La abolición de la esclavitud, como principio y estrategia en la guerra contra los peninsulares, figuraba como piedra en las botas de los independentistas. Francisco Miranda, por ejemplo, favorecía abolir la esclavitud y había buscado antes que Bolívar el apoyo haitiano aunque temía que la revolución degenerara en un conflicto racial con la repetición de la barbarie acaecida en La Española. Pétion apoyó decididamente a Bolívar en dos oportunidades. Sin embargo, El Libertador impartió instrucciones precisas para que Haití no fuese invitado al Congreso Anfictiónico que convocó en Panamá, en 1826. Fue el único país excluido entre todos los que habían alcanzado la libertad para ese entonces en el Continente, con los Estados Unidos a la cabeza pese a que sus delegados llegaron tarde.
Como humano, nada le fue ajeno. Hurgando nuevamente en las páginas de la biografía escrita por Arana, me convenzo una vez más de cuán compleja era la personalidad de El Libertador. De su increíble capacidad física pese a que era un hombre menudo. Imaginar el porqué sus compañeros en armas lo apodaron “ “Culo de Hierro”, enciende la admiración: recorrió a caballo alrededor de 120.000 kilómetros en sus afanes liberadores que lo llevaron por toda la geografía de seis países de la América del Sur.
Por Aníbal de Castro
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