Pedro Troncoso Sánchez, quien ha escrito una biografía laudatoria del caudillo mocano, dice en la página 393 de la obra titulada Ramón Cáceres, que la normalidad de aquel 19 de noviembre de 1911 no empujaba a suponer que sería el de una tragedia nacional.
“Ni en la vida de Mon ni en el discurrir de la vida local y nacional había ocurrido nada digno de mención (…)”, escribe, y más adelante agrega: “Nadie hubiera vaticinado que aquella calma era la precursora de una vorágine que hundiría a la República (…)”.
Hizo Mon aquella mañana cosas de domingo, recibió algunas visitas, jugó billar con uno del complot, almorzó, hizo siesta, “se vistió con pantalón y chaleco blanco y saco oscuro de paño”, cuenta Troncoso, y se dispuso para el paseo.
Otra versión
En su crónica histórico-política titulada De Lilís a Trujillo, página 74, Luis Felipe Mejía dice de este episodio de la vida nacional, que el presidente “fue hasta San Jerónimo con el coronel Ramón Pérez, jefe del cuarto militar, y visitó a don Juan de la Cruz Alfonseca, allí domiciliado, a quien le unía una vieja amistad de familia”.
Los que lo iban a matar, a la cabeza de los que se hallaba el general Luis Tejera, se situaron frente a Güibia, en la estancia de Pedro Marín, donde caería el presidente Cáceres. Plutarco Mieses le había informado de la conjura, pero no hizo nada para frustrarla, acaso convencido, como sugiere Troncoso, de que nada le pasaría.
Cuando el presidente llegó al lugar de la emboscada, cuenta Luis Felipe Mejía, “Jaimito Mota atravesó su carro en la avenida y salieron todos, revólveres en manos, deteniendo la victoria (coche en el que iba el presidente), e intimándole la rendición”.
El grupo, dice, estaba compuesto por: Luis Felipe Vidal, Augusto Chottin, Jaime Mota, José Pérez, Julio Pichardo, Pedro Andújar, Wenceslao Guerrero, Esteban Nivar, Raúl Francheschini, Enrique Aguiar, Porfirio García Lluberes, José García, Pedro María Mejía, Juan Herrera Alfonseca y algunos peones de Tejera, líder de la trama.
Doce años atrás
Hacía 12 años y unos cuatro meses que otro presidente, Ulises Heureaux, Lilís, ajeno al resuello de la muerte a su lado, se paseaba el 26 de julio de 1899 por el Cibao en un esfuerzo pacificador.
Fue el primer magnicidio de tres que ha tenido la República en dos presidentes y un jefe.
Lilís, de acuerdo con Luis Felipe Mejía, había ido a las 3:00 de la tarde a visitar a Jacobo de Lara en Moca. Unos minutos después lo iban a matar y aunque tenía en su cuerpo la información de la trama y de sus cabecillas, no quiso enterarse.
Mejía lo cuenta de un tirón: “El 26 de julio, Lilís, después de haber terminado sus gestiones en Moca, estaba listo para partir. A las dos de la tarde dejó su caballo en el almacén Lara Hermanos y fue a despedirse de don Jacobo de Lara, quien, desconociendo la conjura, le presentó sus dos hijos. Mon Cáceres aguardaba en la tienda del mismo señor de Lara. Lilís andaba solo, como de costumbre, debiendo reunírseles sus edecanes en el camino.
Bravo en extremo, de reconocida sangre fría, tirador excelente con la mano izquierda, pues tenía la derecha inutilizada por un balazo, (…). Jamás quiso aparecer que se cuidaba. Al salir de la casa un mendigo le pidió una limosna.
Mientras se la daba se acercó Mon Cáceres después de ordenar al grupo no intervenir en la lucha, sino en el caso de verle sucumbir, pero Jacobito de Lara corrió precipitadamente de la tienda de su padre y a quemarropa hizo el primer disparo, hiriendo a Lilís por la cabeza. Aunque no le interesó el cráneo, lo puso en estado de semi-inconsciencia. Mon Cáceres le atacó de frente, disparando repetidas veces.
Lilís tiró, ya herido de muerte, y mató involuntariamente al mendigo, tratando de avanzar sobre su agresor, llamándolo asesino y con la mirada llameante y el gesto colérico se desplomó (…)”.
Según Mejía, Lilís tenía en uno de sus bolsillos el papelito que le había mandado con un niño una de sus amantes, pero que no leyó acaso porque pensó que le pedía dinero. Lo que decía el papelito, según Mejía, era que Horacio Vásquez y Mon Cáceres encabezaban una conjura para matarlo en Moca.
Trujillo 50 años después
El general Rafael Leónidas Trujillo Molina no era presidente cuando lo mataron, era el dueño del poder en el que actuaban colaboradores. Sabía de una conspiración, pero no la consideró importante.
Bernard Diederich en el libro “Trujillo, la muerte del dictador”, página 93, dice que aquel 30 de mayo de 1961 había sido un martes común.
A eso de las 10:00 de la noche, empero, empezó una tempestad con algunos períodos de relativa calma que terminaría de pasar 17 años después, tras la toma de posesión de Antonio Guzmán Fernández el 16 de agosto de 1978.
En la página 5 Diederich describe el momento de la muerte: “(…) uno de los complotados levantó su revólver colocándolo a quemarropa y apretó el gatillo.
Trujillo se inclinó hacia delante y, mientras su figura se recortaba clara en las luces mortecinas de su automóvil, dio varios pasos vacilantes en la carretera hacia su amado San Cristóbal y luego, dando media vuelta, se movió torpemente hacia Ciudad Trujillo. Primero cayó de rodillas y luego se fue de bruces, con un brazo alargado en dirección de la ciudad. Segundos después recibía un tiro de gracia.
Pero ya estaba muerto, con cinco balas en el cuerpo, cuando se desplomó en la carretera”.
Una mirada lateral
¿Por qué, enterados de que se tramaba contra su vida, estos tres titanes de la política dominicana no hicieron algo en su momento para evitar la encerrona? ¿Es imposible el análisis de las coyunturas cuando se está en el centro del sistema?
Emile Durkheim, autor de un estudio clásico a finales del siglo xix sobre el suicidio, demuestra que las enfermedades mentales no lo explican, ni la constitución biológica, ni los efectos ambientales.
Describe el suicidio egoísta, por un excesivo individualismo; el altruista, generado por el excesivo vinculo con el grupo; anómico, por debilitamiento de las normas sociales, y el fatalista, cuando el sujeto pierde la esperanza de poder cambiar sus condiciones de vida bajo la presión de un control social excesivo.
Estos tres hombres tuvieron en común que, perdido el impulso personal, no veían un sucesor oportuno. Lilís no lo tenía, Mon había empezado a descartar a Federico Velázquez y a mirar a Francisco José Peynado.
Trujillo, descorazonado con su hijo, seguía, como los otros, mandando de oficio. Los tres acogieron el suicidio magnífico, el que no incluyó Durkheim, como solución de la encerrona personal a la que habían llegado.
Un buen gobierno—Hombre honrado
Si Mon Cáceres hubiera concluido el mandato para el que fue elegido, acaso la nación dominicana no habría pasado por el mal momento de ver borrada su soberanía. La Convención dominico-americana le aportó buen dinero, que manejó con honradez.
Por Miguel Febles
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