Para identificar a los agraciados se usan las etiquetas “independiente” y “apartidista” como sinónimos de virtud cívica y garantía de un ejercicio sano de la función pública.
Pero estos términos son engañosos, porque en lugar de reflejar la realidad, la encubren.
Desde la democracia clásica ateniense se tiene como virtud el ejercicio de la vida pública.
El buen ciudadano no es el que deja de hacer lo incorrecto, sino el que se involucra. Eso implica relacionarse con grupos sociales. Los ermitaños no son nunca buenos ciudadanos. Esos vínculos que no siempre son públicos, por lo general crean lazos más fuertes que los que sí lo son.
De ahí que siempre es relevante la pregunta: ¿independientes de quién?
La “independencia”, planteada en esos términos tan vagos, no es más que una forma de marcar a quienes no comparten las opiniones propias y premiar a quienes sí lo hacen.
Algo similar ocurre con el “apartidismo”, convertido en simple intento de anular a todos los públicamente vinculados, mientras se aúpa a quienes no divulgan sus preferencias.
Esto es, por ejemplo, lo que permite que para importantes instituciones con autonomía constitucional se objete a técnicos partidistas con reconocida capacidad y ética, mientras se presenta como “independientes” y “apartidistas” a aspirantes que discursearon en mítines políticos promoviendo a un candidato presidencial, pero que no están formalmente inscritos en partidos.
La fragilidad de estas etiquetas queda al desnudo cuando tomamos en cuenta que, entre los propuestos a una institución similar, se encuentran personas que fueron candidatas en las pasadas elecciones, sólo que de una organización potable para los administradores de la virtud ajena. Ahí ya no importa el “apartidismo”.
Todo esto no es más que un intento de lograr posiciones de poder e influencia para los allegados o quienes piensan igual que ellos.
Pero hecho bajo premisas falsas, criterios y etiquetas que no responden a la verdad.
Y es una lástima por dos razones. Primero, porque promueve un discurso de simulación dañino al debate público. Y, segundo, por innecesario.
Muchas de las personas a las que se les colocan estas dos etiquetas no necesitan de ellas porque tienen méritos y virtudes suficientes para contar con el respaldo de la ciudadanía.
Aun de la que no comparte todas sus ideas. En democracia nadie está libre de vínculos. Lo malo no es tenerlos, sino disimularlos.
Por Nassef Perdomo Cordero
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