Este no era un juicio de fondo; se trataba de un simple trámite judicial que en contextos correctos pudo agotarse en una hora. En teoría, bastaba con examinar los elementos de prueba para sostener, razonablemente, que un imputado es autor o cómplice de un delito; que existe peligro de fuga y que la infracción que se le atribuye está reprimida con pena privativa de libertad. Punto. Si se comprueban estas circunstancias, entonces el juez puede disponer las medidas de coerción establecidas en el artículo 226 del Código Procesal Penal, que van desde la presentación de una garantía económica hasta la prisión preventiva. Lo demás es tramoya, comparsa y ruido; elementos dramáticos tan inexcusables como el “romo” que encandila la rutina de una sociedad febril.
Este remake, sin embargo, vino con estrenados aportes: el reparto militar de la trama, un romance “místico” entre sus primeros actores (el general y “la pastora” —mi segunda novela—) y la revelación de un villano “arrepentido” (el delator). Otra segura nominación fue el libreto: ¡inmejorable! Pocos juicios públicos han contado con tan lúcida locuacidad: fluida, metódica, pero intrigante. El manejo escénico… ¡pletórico! ¡Viva el general!
Pero dejemos el teatro forense y volvamos a la verdad objetiva: cruda, necia y rehuida; esa que desató un comunicado del Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas de la República Dominicana, un extraño manifiesto que pone en perspectiva el oscuro trasfondo de esa realidad. Empezamos entonces con una pregunta: ¿Por qué esta reacción tan rápida de las fuerzas castrenses conjuntas frente a un simple despacho judicial?
Las declaraciones del coimputado mayor Raúl Alejandro Girón fueron sobradamente sinceras. En la jerga militar “habló más de lo necesario”. Pero era una manera del oficial “vaciar” todo lo que represaba en ese recodo interior dominado por el miedo del delator. Su deposición fue catártica. Solo él sabía lo que se batía en su perturbado espíritu y ese era su momento: único, estelar e irreversible; como para jugarse la vida. Lo hizo por encima del diablo, los demonios y su infierno. Cantó como tenor, aunque “se le disparara el gatillo”, como me dijera, con sobrio acento, un general amigo.
El mayor, infundido, insinuó correlatos “clasificados” en la alta oficialidad militar. Él era el cerebro financiero de la operación y quería demostrar que no fabulaba; más que declarar, buscaba convencer. En palabras políticamente correctas, Girón dijo que el CESTUR era apenas el pico de una montaña sumergida; sugirió que las prácticas y patrones de corrupción investigados seguían vigentes y a escalas mayores. No reveló nada nuevo; la diferencia estuvo en la inesperada sinceridad del oficial y el contexto de su confesión: un proceso judicial de alto rating. Y es que los negocios y los secretos de las Fuerzas Armadas son una crónica que todos conocen y nadie denuncia. Es un mundo hermético, coludido y sometido al miedo, ese que arrastra una sociedad traumada por un pasado de sombría imposición militar.
No me agradó el comunicado. Fue desmedido, defensivo e inoportuno. Lejos de aclarar, suscitó sospechas y hasta cierto dejillo de culpa. La propia proclama revela su impertinencia al afirmar que: “El Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas, máximo órgano militar, suele dirigirse de manera conjunta en circunstancias especiales”. La pregunta se impone: ¿Era este un momento tan “especial” como para producir tal declaración? El Estado Mayor Conjunto suele pronunciarse en estados de crisis o de urgencias nacionales o en ocasión de una situación políticamente sensible. ¿Qué se puede inferir de un aviso apresurado en respuesta a la confesión de un oficial medio en una investigación en la que ni siquiera hay una acusación? Podría argüirse que era necesario, por involucrar, entre los posibles imputados, a un mayor general, exjefe de la escolta presidencial. La pregunta, sin embargo, sobra: ¿No era darle más mérito al flamante investigado que al propio proceso? Ese comunicado develó en el fondo un miedo a que salieran otras cosas. Era una forma de salir temprano del apuro, ese que puede comprometer la permanencia de las mismas estructuras, redes y confabulaciones corruptas que han operado en todos los gobiernos. No es verdad que las Fuerzas Armadas sean sanas. No. Aquí todos lo saben. Obvio, tampoco esperaba que el Estado Mayor lo reconociera.
El comunicado asume una innecesaria defensa que puede condicionar futuras intenciones o acciones para desmontar prácticas de corrupción harto conocidas. Y lo hace al amparo de una afirmación que en vez de ser corroborada puede ser desmentida por los hechos; basta con la oportunidad de buenas auditorías forenses; lo demás será un solo espanto; quizás ahí se aloje el miedo. Pero fue enfático al proclamar que: “El Estado Mayor General de las Fuerzas Armadas garantiza al pueblo dominicano que las instituciones militares son un cuerpo social fundamentalmente sano y comprometido con la misión que le corresponde”. No dudo de esa bondad en los mandos subordinados de todas las instituciones castrenses y de la Policía Nacional, pero conservo profundas reservas en lo que concierne a la alta oficialidad. Solo hace falta el valor de oficiales responsables que empiecen a hablar, o que la Cámara de Cuentas estrene pantalones.
Unas de las prestaciones (o exacciones) más viejas en la historia de la burocracia oficial han sido las comisiones que deben pagar contratistas y suplidores por las compras y contrataciones de las instituciones policiales y castrenses. Estos pagos son casi institucionales. Las fortunas de los exministros de defensa y ex directores policiales no son precisamente un relato de esa sanidad. El CESTUR y el CUSEP son departamentos de insignificantes presupuestos en los que apenas se puede “jugar” con la cuenta de nóminas, remuneraciones y contribuciones (más el adefesio de los “especialismos”, una deformación monstruosa al mérito administrativo). Esos patrones operativos que se dieron a “pequeña escala” en esas unidades son réplicas modestas de los diseños de negocios que rigen en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional.
Este pronunciamiento desproporcionado del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, lejos de crear confianza alentó inseguridades hasta en su propia capacidad para resistir una investigación de gran calado que comprometa la gestión de los altos mandos del pasado y del presente.
Creo que fue una señal poco auspiciosa y que si alguna justificación pudiese tener fue apenas esta advertencia: “Quienes se aparten de su juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes, no encontrarán cobijo en las filas militares y tendrán que responder ante la Justicia”. Eso bastaba, y punto. Ahora hay que tomarles la palabra a los cuerpos castrenses y esperar la limpieza de sus filas, prácticas y estructuras.
Espero que la distancia de lo dicho al hecho no demore más de tres años en ser redimida: una responsabilidad histórica de su comandante en jefe: Luis Abinader. Vale decir en la destemplada forma dominicana: ¡Bueeeeno!
Por: José Luis Taveras
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