La geopolítica ha cambiado y ya no existe la Unión Soviética al norte sino un conjunto de repúblicas con identidad propia. En lo esencial, aquel país en el ombligo asiático continúa más o menos igual a cuando lo visité sin otro interés que transitar hacia mi destino final. Lo confirma el gran Henry Kissinger en The Economist, a propósito de la debacle norteamericana luego de 20 años de ocupación:
“Porque Afganistán nunca ha sido un estado moderno. Un estado presupone un sentido de obligación común y centralización de la autoridad. El suelo afgano, rico en muchos elementos, carece de estos. La construcción de un estado democrático moderno en Afganistán donde el mandato del gobierno se ejecute uniformemente en todo el país implica un período de tiempo de muchos años, de hecho décadas; esto va en contra de la esencia geográfica y etnorreligiosa del país... La consolidación política y especialmente militar en Afganistán se ha desarrollado a lo largo de líneas étnicas y de clanes, en una estructura básicamente feudal donde los agentes decisivos del poder son los organizadores de las fuerzas de defensa de los clanes”.
El primer asombro me invadió cuando recién llegado fui a un banco en Herat, cerca de la frontera con Irán y Turquestán, a cambiar cheques viajeros en libras esterlinas por afganis, la moneda local. Detrás de la ventanilla con barrotes a la vieja usanza, la cajera vestía una burka negra con unas rejillas al nivel de los ojos que impidieron a mi curiosidad determinar de qué color eran. El atraso, visible por doquier; por las calles sin asfaltar, los escasos automotores coexistían con carretas tiradas por caballos con enjaezados de colores vivos y bolas de hilo.
Aquello tenía más de rural que de urbano, pese al comercio transfronterizo que debía ser importante. En mi periplo, los escrúpulos sanitarios se limitaban forzosamente al agua embotellada, mientras atendía los reclamos estomacales en cualquiera de los puestos callejeros de comida, desde donde se desprendía como invitación inapelable el olor a la carne de cordero a la brasa con que se prepara el shish kebab. También en la calle hacían el pan afgano, chato y de poco sabor. Había pequeños hornos improvisados en hoyos en el suelo con el fuego en el centro. En las paredes laterales se adhería la masa cuya delgadez permitía una cocción rápida. La canícula pegaba duro, pero las sandías, dulces, jugosas y siempre a precio de saldo, compensaban.
Había planeado seguir viaje cuanto antes, por lo que mi empeño era el transporte hacia la capital, Kabul, a poco más de mil kilómetros de distancia en el otro extremo de la geografía afgana. Como biblia me acompañaba una guía para viajeros como yo, estudiante impecune cuyo afán por explorar nuevos mundos contrastaba con la cortedad del bolsillo. Preguntando se llega a Roma y así di con la casilla donde aseguré cupo en un minibús. Entrada la tarde, compartía asiento con mi compañero de viaje y de universidad, un trotskista británico, los únicos extranjeros en aquel vehículo en el que nos aguardaban largas horas de trayecto.
Estaba advertido del peligro con los afganos al volante, irrespetuosos de las reglas más elementales de tránsito. Afortunadamente, nos desplazábamos por un desierto que también lo era de automotores. Despoblados, miles de kilómetros cuadrados del centro de Afganistán carecían en ese entonces de vías de comunicación que pudiesen calificarse como tales. La carretera de doble vía por donde íbamos había sido construida con ayuda rusa, una mitad, y norteamericana, la otra. Serpentea por las orillas del desierto que ocupa todo el corazón afgano, y aunque Kabul queda al este, nos dirigíamos primero hacia el sureste, hacia Kandahar, la segunda ciudad en importancia y bastión de los talibanes. Cuando el sol se ponía y sus reflejos rosados, primero, y rojo encendido después trastornaban la monotonía cromática de las arenas, el minibús se detuvo y se bajó todo el pasaje con pequeñas alfombras enrolladas debajo del brazo.
Cum Romae fueritis, romano vivite more, recordaba de mis clases de latín. Hice lo que vi y también descendí del vehículo. Con respeto y a distancia, observé a esos hombres de aspecto rudo, barbados y con la vestimenta tradicional pastuna, arrodillarse sobre los tapices tendidos sobre la arena y de cara a La Meca, concentrarse en las plegarias vespertinas que prescribe el islam. Al coro de Al-lahu-ákbar, Alá es grande, lo empujaba no sé hacia dónde una brisa suave, aún caliente, que lo mismo levantaba arenisca que mecía los escasos matorrales que osaban retar la soledad de aquel páramo interminable que muy pronto arroparían las tinieblas.
Me aguardaba otra sorpresa, una costumbre arraigada en Afganistán y también en zonas de Paquistán. Como si se tratase de una coreografía, desde el asiento del conductor pasaba de mano en mano una escupidera a la que la mayoría daba uso. Me deshice de ella tan pronto tocó mi turno, eso sí, siguiendo el protocolo observado. Sobre todo los pastunes, consumen una especie de tabaco en polvo, verde, llamado naswar. Se lo colocan debajo de la lengua y al mezclarse con la saliva que estimula en abundancia, produce un efecto narcótico. Nunca hubo recambio de chófer.
Llegamos a Kandahar entrada la noche, la única parada larga del viaje. Cerca de donde aparcó el minibús había una mezquita y una especie de mercado muy concurrido, bullicioso. La oferta para la cena acusaba un déficit de variedad, pero siempre se podía contar con el consabido shish kebab y el pan afgano. No caminé más allá de donde perdiera de vista el minibús. Quedarme varado allí, a mitad de camino, me aterraba.
Al quiebre de los albores apareció Kabul en el horizonte. Una vez equipaje en mano, buscaba acomodación de acuerdo a las instrucciones de mi guía. Mi plan era simple y lo practicaba desde Estambul: en cada país buscaba el visado para ingresar al siguiente. En la capital afgana procuraría también el permiso de entrada a la India dado que la capital paquistaní no figuraba en el itinerario. Además, ¿buscar visa para la India en Paquistán? Desaconsejable. No contaba con un imprevisto y que ahora valoro como una oportunidad inesperada para conocer un poco más de la cultura de Afganistán, dueño de los principales titulares periodísticos desde la invasión soviética dos años después de mi tránsito.
Ignoro cuál era la celebración patriótica o religiosa que durante varios días sumió en un ambiente festivo la capital afgana, con la frontera y el consulado paquistaní cerrados. Quizás el derrocamiento de la monarquía pocos años atrás por Sardar Muhammad Daud, primo y cuñado del rey, Mohammed Zahir Shah. Lo cierto es que me vi forzado a quedarme casi una semana en Kabul, mientras esperaba por la reanudación de las actividades normales y mis visados. Me mantenía al día con visitas al Centro de Información de los Estados Unidos, USIS, donde leía ediciones del New York Times y revistas noticiosas. Por supuesto, la embajada norteamericana distaba mucho del fortín de hoy que he visto en la tele. La entrada era completamente libre y la única regla consistía en devolver los impresos a su lugar.
En mi hotelucho había solo extranjeros, mochileros en su mayoría. Nunca olvido una pareja de norteamericanos que había llegado allí con un niño pequeño en una de esas furgonetas Volkswagen antológicas, de hippies. Se levantaba a media mañana e iniciaba el día con un petardo de hachís, producto que abundaba en la capital afgana y cuyo consumo, me informaron, era tradicional en el país asiático. Al regresar a la casa cansado después de una dura jornada en el campo, el afgano degustaba una pipa cargada de la substancia psicoactiva.
Igual que en aquel entonces, Afganistán ocupa uno de los últimos lugares en el mundo en la escala de desarrollo económico. El territorio es un mapa de reductos tribales. Más de diez millones de jóvenes y adultos, de una población total de 39 millones, son analfabetos. Con esta última crisis ha salido a relucir que hasta un 40 por ciento de los efectivos de las disueltas fuerzas armadas afganas no sabía leer ni escribir. Se me dijo que un afgano debía ahorrar durante 20 años para comprar una esposa. Imagino que se referían al pago de la dote. Con la oscuridad venía el frío. El agua se calentaba con leña, tarea que desempeñaba un afgano de mediana edad que también fungía de camarero en el comedor, un espacio alfombrado, sin sillas. Allí nos arrellanábamos todos cada noche a comer una especie de pizza vegetariana que engullíamos con té verde mezclado con hojas de menta.
Con las dos visas faltantes ya en mi pasaporte, abordé otro minibús con rumbo hacia Jalalabad, al borde de la frontera con Paquistán. Era el trayecto más emocionante porque incluía el paso Khyber, el desfiladero entre este último país y Afganistán por donde accedieron persas, griegos, mogoles y británicos en sus afanes de conquistar el subcontinente indio. Llegué al mediodía y el cruce fronterizo estaba cerrado, tanto por el almuerzo como por los rezos. Un par de horas de espera y ya estaba en Paquistán camino a Peshawar, ciudad noticia desde hace años por el contrabando de armas y los intentos de los fundamentalistas por imponer la sharia.
Mis días afganos habían terminado, ahora sé que para siempre.
Por Aníbal de Castro
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