El comemierda

Disfruto con fruición las destrezas creativas de este personaje, no así de sus delirios. El comemierda es de los pocos casos que causan desprecio y pena en una sola emoción. Si tuviera alguna potestad lingüística lo definiría como un “desdichado inconsciente” (pobre infeliz), tal vez para matizar de alguna manera su insoportable necedad. Es que el tipo llega a creerse todas sus jactancias y cuando eso sucede hay que hablar de salud mental. Así, estimo que esta condición no es más que otro trastorno de la personalidad narcisista. 

Comemierda es un vocablo vulgar del español centroamericano y caribeño. Según la RAE, es una “persona considerada como despreciable”. Como se nota, la alta academia no sugiere las propiedades que la hacen o convierten en repulsiva. El contexto cultural de cada región lingüística suplirá, según sus concepciones, tal omisión. 

El Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de Lengua Española identifica a nuestro personaje como un pedante (en Cuba), un arrogante (en Costa Rica y República Dominicana) y un fanfarrón (en Puerto Rico). Por su parte, el Diccionario del español dominicano se refiere al término como una “persona arrogante y jactanciosa”.

Creo, sin embargo, que las anteriores propuestas resultan parcas, al menos en el campo sociolingüístico, porque, más que un concepto, el comemierda es hoy una verdadera construcción sicosocial parida de una historia de jefes, caudillos, ídolos y abolengos. 

Y es que el personaje no solo presume u ostenta; cuenta, además, con condiciones distintivas para ganar marca en la idiosincrasia dominicana. Al menos aquí es una institución cultural que se respeta. Tiendo a cualificar empíricamente la educación de una persona por su valoración a un comemierda. Más que un prejuicio, es un criterio arbitrario de estimación. 

Para mi gusto el comemierda es una especie estilizada del baboso (“una persona que habla mucho y sin sustancia o de manera empalagosa”. Diccionario del español dominicano) Ambos personajes se definen por su locuacidad, solo que el comemierda resalta compulsivamente las condiciones de su propia persona: inteligencia, relaciones, bienes, estilos de vida y logros. Desde este ángulo no es más que un baboso narcisista. 

En el comemierda concurren carencias de origen y desarrollo; en el fondo está consciente de su resistida mediocridad, la que pretende arropar con lo que dice ser, tener, saber o hacer. Detrás de esa apariencia de seguridad o de dominio yace una autoestima vulnerable a la crítica más leve. El comemierda precisa así de una atención desmedida o de una admiración delirante. Eso lo autoconfirma, lo oxigena, lo realiza. La aprobación, el reconocimiento y la aceptación son imperativos para su autoestima.

Además de hablar sobre sí, el comemierda suele perder conexiones objetivas con la realidad al presumir que agrada, persuade y provoca, aun cuando las señales son exactamente las contrarias. Tiene la convicción de que los demás lo ven como él se ve. Disociar esas percepciones, si lo logra, lo confunde.

Existe una modalidad muy disimulada del comemierda; es el que sin decirlo demuestra su superioridad intelectual a través de su discurso y acciones. Suele ser una persona abstraída en su propio mundo por considerar que es allí donde habita la perfección, la summa intelligentia. Suele ser teórico y efectista. Cuida lo que dice tanto como la manera de decirlo. La política dominicana ha estado poblada de estos especímenes. Se creen que llegaron al poder por inteligentes. 

Hace algo más de tres años, leí una obra fascinante: En el poder y en la enfermedad, escrita por David Owen, médico, académico y exministro de Sanidad y de Asuntos Exteriores del Reino Unido. En ella, el autor analiza las enfermedades sobrellevadas por distintos estadistas, gobernantes y jefes de gobierno del mundo desde 1901 hasta el 2007. Dentro de los cuadros analizados por el autor me sedujo una psicopatía inédita en la ciencia médica y conocida comúnmente como la megalomanía, cuya manifestación más desarrollada la identifica con la hybris. Su significado básico apareció en la antigua Grecia. Hybris era el acto, estado o propensión caracterizados por un desmesurado orgullo y confianza en sí que empujaba a su paciente a un trato hostil, insolente y desdeñoso. En un célebre pasaje del Fedro de Platón se define la hybris como “un deseo que nos arrastra irrazonablemente a los placeres y nos gobierna; como un estado de intemperancia”. En su Retórica, Aristóteles recoge los elementos que Platón ya había identificado en la hybris y sostiene que en ella el placer nace de una sensación plena de superioridad.

Owen destaca los ciclos progresivos de la hybris: “El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza: empieza a tratar a los demás con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo lo lleva a interpretar equivocadamente la realidad que lo rodea y a cometer errores. Al final se lleva su merecido y se encuentra con su némesis, que lo destruye”. Némesis es el nombre de la diosa griega del castigo. En la siquis de esos hombres no hay espacio para otras comprensiones. Están encerrados en la prisión de sus propias enajenaciones. 

El callado drama de nuestros días es que la mayoría parece no tener la capacidad para reconocer a sus comemierdas, quienes, disfrazados de intelectuales, influenciadores y cientifistas hoy controlan medios, opinión y poder. La sumisión equivocada a esos centros de autoridad, además de decirnos lo lejos que estamos, nos da cuenta de lo poco que hemos hecho por avanzar. ¡Mierda!


Por José Luis Taveras

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Editor Gazcue es Arte

Master en Educación Superior mención Docencia, Licenciado en Comunicación Social, Técnico Superior en Bibliotecología y Diplomado en Ciencias Políticas, Columnista del periodico El Nuevo Diario

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