Se sabe que el ingeniero Bienvenido “Bebecito” Martínez Brea, padre de Roberto, llegó a ser uno de los hombres de mayor confianza del presidente Balaguer y constructor de muchas de sus obras públicas. Es conmovedor el relato de cómo se conocieron y estrecharon su amistad.
Cuenta Roberto que, siendo Joaquín Balaguer secretario de Estado de Educación, pidió a Bebecito Martínez, un desconocido para él, que le permitiera acompañarlo los fines de semana, durante meses, haciendo uso de su carro privado, durmiendo en habitaciones incómodas, para conocer de primera mano el estado de la construcción de las escuelas adjudicadas a Bebecito, y preparar cada lunes un informe, sin que Trujillo lo hubiera solicitado, sobre obras que no eran de su responsabilidad sino de la secretaría de Obras Públicas, pero cuya materialización incumbía al desenvolvimiento de la cartera que desempeñaba.
De ahí se desprenden evidencias contundentes relativas a la personalidad del doctor Balaguer: La voluntad férrea de desempeñar una función pública a cabalidad; la firmeza en su dedicación al servicio público; el arraigado sentido de austeridad; la delicadeza de separar lo que es del Estado de lo que es personal; la ambición oculta de abrazar el poder y de prepararse para esa contingencia.
Todos esos atributos fueron llevados al extremo cuando Joaquín Balaguer se desempeñó como presidente de la República. Exclama Roberto: “Le resultaba inconcebible el no conocer de primera mano y con el mayor grado de profundidad posible, cuanto aconteciera en su área de responsabilidad…”.
Narra que “Un ominoso Foro Público, capaz de derribar -y literalmente hacer perder la cabeza a cualquiera- fue dedicado a desacreditar la relación de trabajo y creciente confianza personal entre funcionario y contratista… argumentando, alevosamente, que entre los dos personajes de esta historia tendría que existir un arreglo espurio…”.
Al leer el Foro, el doctor Balaguer redactó una nota, la llevó al periódico y pidió que la publicaran al día siguiente como espacio pagado. Renunciaba a su cargo si Trujillo albergaba alguna duda y concluía diciendo “A usted debo todo, menos el honor y la vida”.
Lo dejó en su puesto. Hasta Trujillo era capaz de respetar actitudes dignas.
En el final de la campaña electoral de 1986 Joaquín Balaguer acudió a un programa de televisión y pidió a su equipo, léase bien, pidió a su equipo que hicieran saber a los entrevistadores que no objetaría preguntas acerca del estado de su visión. Al final hicieron la pregunta y la respuesta fue “Veo en ocasiones figuras blancas o negras. De todas maneras, no voy al Palacio a ensartar agujas ni a hacer tiro al blanco”. Fue el empuje final hacia la victoria en esas elecciones.
El apego de Joaquín Balaguer a la austeridad, a reducir el gasto corriente y expandir el de inversión, era patente y continuo. Explica Roberto que tenía un “sentido de misión que aspiraba fuera compartido por quienes le acompañaban en el ejercicio de gobierno; que la sobriedad y sencillez serían la norma”.
Ante la evidencia de que el cupo de gasolina para el automóvil que usaba no alcanzaba para los gastos del mes, su equipo intentó que se aumentara la dotación presupuestaria. Se negó. Y dijo: “si se acaba el combustible de mi carro cualquier mañana, me monto en el primer camión de volteo que pase frente a mi casa y le pido a mi chofer que me lleve al Palacio”. Eran señales que prodigaba en su afán de imponer el ejemplo de la austeridad.
Entre las frases que Roberto cita en su libro, destaco: “Me asquea el endeudamiento externo”. “No debemos hacer depender nuestro desarrollo del aporte de la comunidad internacional, solo de nuestro propio esfuerzo.” “Gobierno que no sea capaz de financiar y construir sus propias escuelas no merece dirigir nada”.
Por meses ocupé en el Banco Central la función de enlace con los organismos internacionales de financiamiento. Doy fe de que en los gobiernos de Balaguer no se veía con buenos ojos ni pedir prestado a esos organismos ni tampoco servir la deuda.
Ni fui ni soy balaguerista. Pero reconozco que fuera de su inacción ante la tragedia de Hacienda María, del tormentoso período de los 12 años y de su obsesión por mantenerse en el poder, fue un hombre de luces que se comportó con talla de estadista. Siendo un anciano produjo las reformas económicas más profundas que ha tenido el país.
En resumen, un libro importante. Uno queda con deseos de que no termine, de saber más.
Por Eduardo García Michel
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